Introductión

Los diecinueve cuadernos de Waldo Pereira estuvieron varios años en una bolsa de lana y llegaron a mis manos después del fallecimiento de Armando Toledo, Pecos del Perú, a quien no conocí. Me los entregó su viuda, Sandrine Hoekstra, de manera casi furtiva en una reunión en la casa de Ramiro Celva. “No sé si a él le hubiera gustado que te los regalara” dijo haciendo un esfuerzo para sonreír, “pero no sabía qué hacer con ellos. Estuve por tirarlos a la basura pero bueno, quizás a ti te sirvan para algo”. Según avanzaba la lectura hablé un par de veces con ella para saber algo más de Pereira, pero me aseguró que Armando solo le había mencionado que fueron grandes amigos. Tampoco sabía nada de las fotografías, y menos de los negativos. Sandrine estaba todavía de duelo, le dolía remover sus recuerdos y entendí que era mejor no volver a llamarla.

Hace no mucho recorrí las ciudades y pueblos marroquíes por los que pasó Pereira. Fue una experiencia extraña, como seguir las huellas de un fantasma. En Larache renovaron el viejo cementerio cristiano y la tumba de Jean Genet se ve hermosa entre la hierba seca, frente al mar, con una sencilla placa que lleva su nombre y fechas de nacimiento y muerte. En Marraquesh al anochecer la plaza Jemaa El Fna se ilumina, queda suspendida en el aire y entrar, perderme en ese laberinto de aromas, cuerpos y voces fue quizás el momento en que me sentí más cerca de Waldo, de su entrega al asombro, su desamparo.

De lejos el Gran Atlas parece enorme pero se cruza en un par de horas de autobús. Más allá, hacia el sur, me encontré con adelantos que Waldo no conoció: en Zagora pude sacar dirhams de un cajero automático, en Tangounit hay tendido eléctrico y en un paseo por las dunas vi venir a un burrero riendo a carcajadas con su móvil pegado a la oreja. Sin embargo en M’Hamid el paisaje y la gente parecían ser los mismos que recibieron a mi compatriota. El cauce del Draa sigue seco. En lo que sería la orilla sur del río se distingue un edificio a medio construir, sólido y feo: ruinas por adelantado del hotel que podría sacar a M´Hamid de su somnolencia, en caso que rebrotara el agua.

El Hotel Sahara sigue en su lugar, atendido por varios hermanos, pero ninguno se llama Hassan. Cuando mencioné el nombre de Waldo Pereira los hombres y muchachos desataron su capacidad de fabulación y entre vasos de té y cigarrillos Waldo fue un médico que murió de agotamiento, un dibujante que visita M´Hamid todos los años, un sabio que vive oculto en M´Hamid el Bali y otros que no recuerdo.

La letra de Pereira es clara, incluso en sus momentos de mayor angustia, por lo que en la transcripción apenas cambié nada y solo corregí algunas faltas de ortografía. Poco importa pero me parece bien decirlo: también vencí la tentación de rehacer su relato en los pasajes que me parecieron más débiles por exceso de sentimentalismo, por falta de tiempo para reescribir. El título estaba en la tapa del último cuaderno y la letra era otra que la de Waldo, probablemente la de Armando Toledo.

Amsterdam, junio de 2006.