Víctor Barrera Enderle
Universidad de Monterrey
Confieso mi interés por la narrativa latinoamericana, mi preocupación por seguir, en la medida de lo posible, sus manifestaciones más recientes. Empresa imposible, lo sé. Sin embargo, no es necesario conocer la totalidad de una producción para adentrarnos en sus particularidades, para ensayar algún juicio inevitablemente rebatible. Hoy he terminado la lectura de El fotógrafo belga, la última novela del escritor chileno Ricardo Cuadros, y puedo decir que, al ensayar sus propias formas expresivas, esta obra confirma un largo proceso de transformación en nuestras letras. Hablo no sólo de experimentación sino de desplazamiento, del testimonio de una larga y cruenta historia de pérdidas y olvidos forzados. Esta novela se une a una particular lista de obras (y de autores) que se crearon (se formaron) fuera de nuestras regiones, escapando a las estrechas miras de las clasificaciones locales. Expresiones, o mejor: sublimaciones de un exilio real o imaginario que obligó a una o dos generaciones de escritores a inventarse sus propias tradiciones, los orilló a la necesidad de imaginar países perdidos al otro lado del mar. Creadores que experimentaron, en su temprana juventud, la caída estrepitosa de las utopías latinoamericanas de la década del sesenta: ese periodo que se abrió esperanzadoramente con el triunfo de la Revolución Cubana en 1959 y comenzó a desmoronarse con el golpe de Pinochet en Chile aquel fatídico 11 de septiembre de 1973. La debacle incluía, por supuesto, a la literatura misma: la hegemonía del boom narrativo se había ido poco a poco difuminando en tristes y poco afortunados epifenómenos que no hacían sino alargar, desvirtuándolo, el débil eco de los grandes proyectos narrativos de los años sesenta. Huérfanos tempranos de nuestra historia literaria, estos escritores ni siguieron la ruta segura de los amanuenses del boom ni se conformaron con las nuevas modas narrativas que empezaban a circular en el ámbito occidental.
Hablo de autores que leían y escribían desde territorios ignotos, desconocidos para la Historia Literaria y la Literatura misma, instituciones con mayúsculas que entonces todavía habitaban las amplias habitaciones de llamada “alta cultura”. Y aún hoy, con todas las transformaciones y desplazamientos (surgimiento de “otras literaturas”, cambios de paradigma, hegemonía de las industrias culturales), siguen produciendo desde lugares inusuales: porque el desencanto no terminó con la sonada vuelta a las democracias de los noventa. La desilusión y la decepción permanecen intactas hasta nuestros días. El despotismo de las dictaduras militares se trocó por la indiferencia de la globalización.
El fotógrafo belga narra el gradual descenso, el viaje sin retorno, de Waldo Pereira, un exiliado chileno que vive dando tumbos por Europa. Una casualidad lo convierte, primero, en el fotógrafo de una periodista belga y, posteriormente y para facilitar su trabajo, en su esposo: trámite preciso para obtener la nacionalidad de ese país. Lo demás es la narración que el propio Waldo se encarga de registrar en sus múltiples cuadernos escolares. La detonación: fotografiar la tumba de Jean Genet en Larache, Marruecos y cumplir con ello la postrera petición de Mónica Alvarado, chilena y exiliada como él, pero que, a diferencia de Waldo, decide regresar a Chile a construir o reconstruir una historia familiar.
La novela empieza con el relato de Pereira: su encuentro (o desencuentro) con el mundo y paisaje marroquíes. Todo puede pasar, el pretexto (la fotografía de esa mítica tumba) detona un sinnúmero de posibilidades exploratorias. Dos viajes se inician: uno hacia el interior del desierto africano, otro no menos escabroso hacia el pasado de Pereira. Dos tiempos también: Pereira registra el presente al manipular el obturador de la cámara y reconstruye el pasado al escribir en sus cuadernos. Las dos travesías llevan a la misma sensación de despojo, de pérdida.
La historia familiar, problemática y dolorosamente cercana (mucho más próxima de lo que el narrador suponía); la soledad compartida en Ámsterdam; la superficial consagración profesional en Barcelona; el inevitable retorno a Chile (con los reencuentros que ello supone); el viaje final a Marruecos. Todo se ordena o desordena en los cuadernos, en ellos Pereira escribe que está escribiendo una imposible historia, la suya (la cual nos llegará salvada del desierto como algunas tablillas de arcilla). Busca el sentido y solo encuentra desolación. Confrontación imposible: la escritura se convierte en espejo y muchas veces la propia mirada es la más insoportable. Pereira escribe para desconocerse, para volverse otro y así poder mirarse con plena libertad. Tarea superior a cualquier esfuerzo humano de comprensión. “Verme así, incluido, formando parte de situaciones de las que sólo recuerdo la superficie, me produce las sensación de caída en un abismo de bolsillo: escribo aquí que escribía en otro tiempo, algo que no recuerdo, un agujero negro. O tal vez ya estoy dividido, desdoblado, y soy varias personas. No es mala idea. Algunas de ellas recuerdan, otras no”.
Tales bifurcaciones prefiguran un relato diverso que, sin embargo, no pierde nunca la coherencia, esa particular ordenación de palabras, espacios y tiempos. En un sentido más profundo, El fotógrafo belga es la voz de una circunstancia silenciada, forzada al olvido. Un narrador que apela, o mejor, interpela a sus pares, a los fantasmas de su propia generación. Profunda llamada de atención a la misma historia literaria latinoamericana que no ha sabido dar cuenta (cabalmente) de esas voces dispersas, despojadas de toda esperanza. Porque Waldo Pereira escribe para el pasado, se remite a todos los espacios perdidos, busca el diálogo con figuras desaparecidas, borradas por el vendaval de los tiempos actuales. Y no queda nada, salvo la escritura; cuando nuestro protagonista lo pierde todo, hasta sus cámaras fotográficas, se sujeta sólo a sus cuadernos: son el oasis en medio de un desierto literal y metafórico. Es interesante el contraste sugerido aquí: letra y arena, dos contrarios poderosos, la primera remite a la permanencia; la segunda, a la fugacidad. La comunión de estos opuestos es solo posible en la literatura. Pereira va de la “realidad” a la escritura tal vez porque sólo en ella la incertidumbre se vuelve habitable, un lugar menos inhóspito y que no pide nada que no estemos dispuestos a dar. La literatura es casi siempre un lugar de conversión: cuando llegamos a ella hemos aceptado tácitamente la transformación. Es un viaje sin retorno porque, si volvemos, lo hacemos de manera diferente.
Tal es el registro múltiple de El fotógrafo belga: una historia que son muchas porque se concentra en una sola experiencia. El rastreo interior no impide, por cierto, una atenta y creativa mirada del universo marroquí. Una primera lectura asociaría este relato con algunas obras canónicas sobre el tema: ciertas novelas de Paul Bowles, las narraciones más significativas de William Burroughs y en general la larga tradición literaria que va de Marco Polo hasta J. M. Coetzee, pasando por Flaubert. La diferencia radicaría en que el protagonista de El fotógrafo Belga no es el típico (o atípico) occidental que se fastidia del orden metropolitano y se refugia en las dunas de lo exótico. Waldo Periera procede de un mundo de pérdidas irrecuperables (la supuesta armonía familiar, la idealizada república de Chile). Tan extraño se siente en Marruecos como en Holanda. ¿A dónde ir? ¿A dónde remitirse? ¿Para quién escribir?
La novela, así, se transforma en un gran cuestionamiento, en una abierta forma de inquisición al lector, a sus pares, a sus críticos. ¿Cuánta dosis de desolación, o mejor de incomunicación y desconocimiento podemos soportar? No hay aquí fórmulas ni frases hechas, todo es escritura sobre escritura, historia que no termina de contarse, Biblia personal donde cada episodio de la vida es un capítulo aparte. Genealogía y Apocalipsis. Pero sin ningún designio exterior, sólo la fortuna o desgracias personales. Ante tal cuestionamiento no nos queda sino la inmersión en la lectura y la redacción de nuevas notas que intenten dar cuenta de estos novísimos derroteros, de estas ignotas situaciones en las que se pierde todo, salvo el último aliento, aquel capaz de luchar y dar batalla contra el olvido y la muerte: la escritura.
Víctor Barrera Enderle.