LOS TROTES ABISMALES DE LA MUERTE

La Epoca, 22.12.1996.

Carmen Foxley.

La novela Constelación del Monte, de Ricardo Cuadros, retoma algunas facetas de los proyectos de Kafka, Borges, Cortázar o Juan Emar, quienes emprendieron la aventura de poner de manifiesto la insuficiencia del lenguaje y de la literatura para atrapar un universo humano infinito y escurridizo, una realidad y la figura de un sujeto que se niega a ser representado. El supuesto es que ya no es posible concebir al sujeto como origen y centro del discurso, como productor de las nociones de tiempo y espacio, y de las diversas perspectivas con las que percibe la realidad. Quizás porque en nuestro tiempo, las heterogéneas, contradictorias y simultáneas focalizaciones hacen imposible la individualidad de la experiencia e inhiben la representación de una imagen estable de la realidad.

Hay que recordar que desde las exploraciones de la vanguardia, la literatura y el arte han estado muy conscientes de las limitaciones de la experiencia fenoménica y de esa incertidumbre derivan, en parte, exploraciones como ésta, que problematizan y desestabilizan los criterios tradicionales de representación del sujeto y de la realidad.

Pienso que es este el horizonte cultural en el que habría que interpretar esta novela. Sin olvidar el trasfondo de la contingencia histórica, en el que se sitúan tres generaciones de chilenos afectados por circunstancias traumáticas; ni dejar de lado el contexto de la literatura, frente al cual la escritura de la obra está constantemente tomando posición en sordina y como al descuido, al mismo tiempo de engendrar una significación inédita de la experiencia del mundo.

Lo que tenemos aquí una historia que se desenvuelve fragmentariamente, quieras o no, y más allá de la multiplicidad de la instancia que la produce, de la indeterminación de la identidad de los personajes, del espacio y del tiempo en que los hechos ocurren; y a pesar de la ambigüedad del desenlace de los cuentos intercalados, desde los que se va configurando, progresivamente la historia familiar y social que se esboza en la novela. Es una historia enigmática que se desprende de esos relatos, como borroneados, lo que delinean una zona imprecisa situada entre el sueño, la fantasía, los deseos y la cotidianidad. Es la imagen de una experiencia al límite de la coherencia y la racionalidad, de lo real y lo irreal, al borde de los hechos y la disposición emocional, imaginativa o sensorial desde la que se los enfrenta.

Por eso, nos parece imprescindible rescatar el efecto de indeterminación que se desprende de la imagen de la experiencia familiar y social, que podemos inferir como proyección de esos cuentos heterogéneos. Estas son versiones dislocadas de una contingencia inenarrable que ha afectado todos los ámbitos de la sociedad, y cuyos síntomas se ponen de manifiesto, oblicuamente, en la modalidad de la escritura y en el modo de representación de la realidad, que articula el texto.

Tiempo de nostalgia.

Pienso que los relatos intercalados son intercambiables, a pesar de su diversidad y estar situados a distinto nivel de la escritura, pues en todos ellos laten matices diversos de una misma significación. Es una imagen escurridiza que contagia la vida de todos, aunque no esté “sentada a los pies de la cama”, como se dice en un poema de Oscar Hahn. En estos cuentos podemos imaginarla rondando “en bicicleta bajo la ventana”, y parece haber estado ahí desde antes de los trágicos acontecimientos del 73. Se sugiere que, en esos años, la muerte desplegaba sus trotes abismales en silencia y en medio de nuestras tensiones. Esperaba el momento para arrancarnos de una existencia monótona y un horizonte estrecho. En cambio, en los tiempos del exilio y del retorno, la muerte hizo vagar, a esos personajes, sin rumbo, sin lugar ni identidad, volviendo absurdo todo el existir. La muerte era el fantasma que vigilaba desde una pasado sombrío, y sus huellas persistían en medio de las incertidumbres y temores del regreso, en medio de los enigmas de una tiempo, ahora desposeído de la nostalgia, de la esperanza y del sentido de la pertenencia, que provenía de compartir los sueños y el destino al margen de la sociedad.

Entonces me pregunto: ¿es acaso el fantasma de la muerte el que resuena, también, en la escritura e impide la manifestación individual de un escritor que podría definirse por un estilo y una autoría? ¿Es acaso esa presencia abismal, disociadora y enajenante la que exige, al productor del texto, la creación de una estructura fragmentada y discontinua, y al receptor, una lectura en movimiento que tal vez pueda llenar una infinidad de vacíos inquietantes?

Por otra parte,  ¿no es paradojal que el lector desee llenar los vacíos textuales, si lo que justamente se ofrece como un desafío y otorga su hermosura al texto, es el misterio?

A pesar de todo, es probable que la curiosidad intelectual no deje en paz al lector, ¿cómo se las arreglaría entonces, para sobrepasar la ambigüedad e indeterminación de los límites entre los relatos originales de un autor enigmático, y la proliferación de versiones inéditas facilitadas por el amigo, la mujer y el hijo de ese supuesto autor excéntrico, que solía destruir sus escritos – como Omar Cáceres - o diferir la continuación de la historia, como Macedonio Fernández? ¿Cómo distinguir identidades en ese”elenco de narradores” que opera bajo el alero del supuesto autor?

¿Cómo fijar la identidad de los personajes, si se tiene en cuenta que los relatos intercalados podrían ser pequeños cuentos autobiográficos producidos como parte de un juego estético? Juego que se practica de hecho en la fiesta final descrita en la novela.

Por eso estamos obligados a preguntarnos nuevamente, ¿en qué medida los personajes de los cuentos se relacionan con sus autores? ¿Cuál es la identidad de unos personajes que exhiben nombres cambiantes y desdibujan sus rasgos, confundiéndose entre ellos por gestos, sueños o imágenes que se repiten? Y aún más, ¿cómo podríamos reconstruir esa identidad fragmentada si se nos entregan informaciones imprecisas sobre datos fundamentales, como la supuesta sobrevivencia, muerte o alejamiento de algunos personajes o sobre el momento preciso de su aparición o desaparición. Para mayor ambigüedad, en algún lugar del texto se afirma que los personajes son “lugares vacíos que cualquiera puede llenar con sus propios deseos o engendros”.

No obstante, pienso que es justamente esta indeterminación la que produce la belleza del relato, y la que exige optar por alguna interpretación, aunque sea parcial. Con la salvedad, que más allá de su indeterminación esta escritura diseña, con mucha decisión, una estrategia que implica una posición frente a la literatura. Esta consiste en desconfiar del realismo y optar, en cambio, por una deriva entre la irrealidad, lo desconocido y el misterio. La opción de esta escritura es la de abrir una pregunta acerca de la posibilidad de representar la realidad prescindiendo de la certeza documental y testimonial, la que podría ser sustituida por un perspectivismo relativizante, que no desistiera de la indagación y la búsqueda de comprensión de unos hechos escurridizos, dolorosos e inenarrables. Pienso, por fin, que esta escritura simula el delirio, pero oculta una aguda lucidez. Porque sin duda en estos textos, el lenguaje y la imaginación interpretan y sobrepasan la realidad, la parodian levemente, pero no la copian. Es una escritura que busca la distancia adecuada para la reflexión crítica y la indagación y nos interpela, a veces, desde el límite de lo verosímil, como en el cuento “La Peregrina”.

Para terminar, y a pesar de todas las restricciones de lectura señaladas, me arriesgo a bosquejar una interpretación que debe ser completada y enriquecida por la lectura.

Por ahora podemos hacer el ejercicio de fijar nuestra atención en los relatos que se agrupan en el interior de cada una de las instancias que articulan el libro. Veremos que cada grupo de historias deja entrever un matiz de los rasgos que podrían caracterizar el comportamiento social y las actitudes, de tres generaciones de chilenos condicionados por la situación histórica y política de su tiempo.

Fantasmas del pasado.

Y así, en orden de sucesión, tenemos la versión de la realidad entregada por Max del Monte, el padre y soporte de la historia familiar, y por su amigo. En esa sección proliferan los juegos especulativos, las fantasías y los sueños, en contraste con pequeñeces del comportamiento cotidiano, que vuelven sutilmente grotescos a los personajes, los cuales a pesar de creer en absolutos viven en suspenso y como empantanados en la espera angustiada de que algo extraordinario suceda. De hecho Max del Monte afirma, “alguna vez había sentido temor ante las noches serenas, temor a que de pronto sonara un estampido o comenzara a temblar o cayera un pájaro muerto”, porque en esos años estábamos a la espera “para pegar un salto”. El contrasentido irónico está en que el “salto”, que tal vez dimos, no fue ocasionado, precisamente por algún estruendo alarmante, ni por movimiento telúrico o por señales misteriosas como la del pájaro muerto que cae del cielo. Sabemos que lo que si ocurrió fue un quiebre histórico radical que, según la versión del texto, podría haber sido suscitado por la tensión entre una inmensa energía vital y fuerzas ciegas que presagiaban guerra y muerte.

A continuación siguen los relatos entregados por la madre, Sonia del Monte y por su hijo Gregorio. En ellos reaparece el gesto de parodia y los signos de la tensión. Ahora entre el sometimiento, el deseo de reinserción social y el olvido. Contra esta inconsistencia se lucha con las fuerzas de la propia sensibilidad y el instinto, únicos recursos de los que se dispone para enfrentar las secuelas del quiebre, es decir, el desamparo, el nomadismo, la desposesión de identidad, de lugar y de sentido. Entonces asoma otra faceta de la ironía  y es que esas mismas fuerzas habrían sido, a menudo, avasalladas por la memoria constante de un pasado traumático, y por las condiciones prosaicas de una situación degradante.

En la últimas páginas vemos al nieto correteando por la Casa, el día de la Fiesta de la Primavera. Con ello se anuncia el reinicio del ciclo vital de la familia y el de la historia nacional.

Sin embargo, la pregunta que queda flotando es ¿acaso la primavera anunciada trae consigo el florecimiento o, más bien, el reinicio de una indagación sobre nuestra historia e identidad? Por ahora, Max del Monte percibe, atento y distanciado, desde las tibias aguas de una tina de baño, los síntomas del cambio de los tiempos, mientras Caramelo y Angel Morandé duermen en medio de la fiesta.

Ellos son los fantasmas del pasado que asisten a un encuentro, en el que por cierto están fuera de lugar. Se han asomado a un presente de farándula, a un espacio donde se despliega gran jolgorio y mucha trivialidad. Es un espacio en el cual, a pesar del baile, no se puede disimular el frío, ni el vacío de unos personajes que se esfuerzan para que la fiesta pueda continuar.

Carmen Foxley.