Los abandonó, ella, la abandonada, los dio por muertos. Verlos sin sangre en el corazón, sin aire en los pulmones casi la mata de tristeza, lo cierto es que bebieron su leche hasta la última gota. They are not pigs, they are not even fish escribió con los labios apretados, los llamó Stillborn y ahora vagan por el desierto calcinado de la poesía.
Cerró las puertas, partió como si acabara de llegar de ninguna parte. No miró hacia atrás y vive en ellos bajo un cielo que conozco bien, desdichas que al nacer parecían fetos de fango, incapaz de llenar el abismo con su aliento.
Fuck you Silvia, espejo quebrado, siempre negando lo mismo: fuck you! y que los dioses se apiaden de mi amor por ti.
Ven, dijo, vas a cavar tu propia tumba.
En el Planeta de los Simios los poetas trabajan
en descampado, con la picota marcan puntos
seguidos, con la pala separan las cláusulas
y adornan los sustantivos.
El vigilante me preguntó qué tipo de versos escribo.
Poemas tuertos, respondí, y nos reímos bajo el sol
inclemente. Te ayudaría, dijo, pero me lo prohíben
las leyes.
Terminé de abrir la fosa y entré en ella.
Muy bien, dijo el vigilante, ahora te voy a tapar
con tierra, y así lo hizo.
En el Planeta de los Simios es costumbre
obedecer por amor al arte, con pala y picota,
bajo el sol inclemente.
A Gonzalo Millán
(1947-2006)
Lúcido como un borracho sin una gota de alcohol en la sangre, afirmó los pies en la espalda del dragón, por fuera la lucidez, por dentro el resuello de la masa mendicante, hundió el talón entre la octava y la sexta vértebra y tradujo lo que vio. Una ola de discursos amorosos en aymará, ola de acero líquido en el curso de las corrientes marinas. Viajó suavemente en largas jornadas hasta las playas de las Islas Salomón, donde nadie habla aymará. Tierra adentro, siglos más tarde, los poetas hablaron de un extraño que llegó montado en una bestia sagrada, fumando. Tradujo lo que vio, no alcanzó a escribirlo todo. Cuando antes de partir sonreía, las nubes dibujaban al dragón en el horizonte, los días pasaban lentos y a nuestros pies resonaba el mar de las Islas Salomón.
Me acerco para estar con él, cercado mi corazón por una empalizada que no va a entender, madera en ocasión distinta a la de la silla. Va conmigo la cerca y él me huele, endurece las orejas para calcular la distancia pero cambia la brisa y quedo a salvo. El hombre que fui arroja una lanza de saliva entre los palos.
Corren tiempos crueles, la costurera borda estrellas en el cielo raso, nació cuando le tocó en suerte y hace lo que puede, borda soñando que la desposa un nómade a su pesar, necesitado de mujer. Semana del abrazo, amor al tacto, corren los tiempos como gacelas por la sabana y ellos desnudos.
Se lo puede oír allí dentro, el corazón que soportaba la soledad como un guijarro, hasta que hubo un pero y enfermó de infinito. El hombre que fui gira en torno al sol, hace marcas en la madera, ora como un ternero mientras el nómade ordeña a su madre. ¿Tendría que sentarme a esperar esa leche? La tormenta de verano será la misma cada verano.
Cómoda en su gordura la rana croa un verbo
de ella sola y el anochecer es un paladar,
una gruta para irse a dormir oyéndola.
En el pastizal del sueño un hombre corre descalzo
bajo la lluvia, la piscina se levanta, lo detiene
como un espejo.
En el fondo del paisaje de agua la rana discute
con los grillos y la carretera del día anterior,
el automóvil que contaba los años
como si fueran kilómetros.
Rana, renacuajo que perdió la cola, dice riendo
el rostro de agua. Tampoco hay manera de croar
por escrito. La noche de Texel vibra
como un suave instrumento negro.
Los soldados se reían de la danza
del oso y la noche terminó en el humo.
“Me parezco a mi abuela”, dijo el animal
mostrando los dientes amarillos
y ellos pateaban el suelo de la risa.
Para afinar la puntería enfriaban abuelas
desde las ruinas del hotel, hablaban
con el oso y se masturbaban a ojos cerrados.
“Baja a la plaza y baila para el pueblo,
sin moverte mucho”, le ordenaron. El oso
abrazó al más joven y recibió una puñalada,
no mortal pero muy dolorosa.
Por encima de los edificios cruzó la sombra
de un helicóptero y los soldados gritaban
felices descargando sus Kalashnikof
hacia la pasta incierta del amanecer.
El oso bajó dos pisos por la escalera sin barandas.
Un niño en pantalones cortos miraba hacia el patio
como si fuera el mar y escuchó que le decían:
“mientras llega mamá, juguemos a la adivinanzas”
La explosión hizo llover polvo y el cadáver
del pequeño Iván se deslizó por las baldosas.
“Adivina dónde queda Concepción”, dijo el oso
alargando la nariz hacia la boca inerte.
El puñado de cereal transmuta
en gota de sangre para bien del animal
que tuvo su día a la intemperie
o del niño que aprenderá otra regla
de multiplicar después de tomar
once mirando monitos animados.
Orgulloso, el borracho mira el chorro
de su propia orina salpicando
en el tronco de la palmera.
Es la hora cuando la silueta
andina baja como un abanico
sobre los enamorados
o se acomoda a esperar
en el pecho de los taxistas.
Los caminos suben jadeando
por la falda de la montaña
y se despereza el murciélago,
el temblor aterciopelado
de su cola con un fondo
de gritos de telediario:
Once adolescentes descalzos
que desafían a la muerte
bajo el sol, le arrojan piedras
en un callejón de Gaza.
Armadura vacía en el centro de la hoguera, observas el sueño que te envuelve, lo que gira vertiginosamente, lo que siempre fue así. El fuego ha convertido tu osamenta en un punzón de diamante, un pequeño lápiz para reescribir el mito en castellano. No lo consigues pero a veces crees que valió la pena intentarlo y te pones de buen humor, bajas el puente, entra la Muchacha Sencilla y crepitan juntos hasta el alba. Otros hablarían de un abrazo abrasado hasta la ceniza, tú no.
Cuando ella se marcha el aire guarda su aroma hasta el mediodía y entre las ramas que alimentarán la próxima pira canta un insecto gris, contagia el follaje de los olivos con su entusiasmo, calla de pronto y escucha la orden de levantar el vuelo. Empuñas el punzón de hueso y te dibujas abriendo las alas, el pico apuntando al sol.
Campo de luces en el puño del mediodía, mancha partida por el hedor de la carne entre la roca zapato y la roca emperatriz. Para estar en la sal de la llanura giró sobre sí misma, la vida radiante del bisonte. Piedad con adelanto, resta del dolor y la caída, el alba no se queja, muere abrasada por el sol. Muge y del hocico le brota una larga eme, el pellejo tirita y el tábano zumba, la luz entierra sus agujas en el vértice que separa las rocas de la manada, suelo vertical de los hijos del lagarto. Lenguas comunes en el amor a la sal, días del bisonte, noches del lagarto. El rayo de sol los eleva en absoluto silencio, fueron agujas y de pronto son el vacío ante la lengua. Lo que falta por descifrar es la huida hacia adelante, el deseo de llegar al bisonte, el estallido inmóvil del animal en la llanura.
Bajo la tastana correteaban sus semejantes más pequeños, hociquitos mamones, las colas untadas de información. La tierra giraba sigilosa y el sudor se iba empozando entre sus bigotes, la noche había sido larga, la hora de la perdición es breve y nunca falla. “¡Sálvense ustedes!” gritó escupiendo terrones y la horda obedeció en tropel, aplastando a los más débiles. A temblar, a temblar llamaban los pájaros del alba. Cielos despejados. Inmóvil, fijó la mirada en el grano de horizonte inflamado por el sol. “Aquí vamos de nuevo” murmuró, cuando el primer rayo le dio su golpecito en la frente.
La madre imperfecta
Sylvia Plath (1932-1963), poeta estadounidense. El poema citado, Stillborn, es del libro Crossing the Water, de 1971. Decir algo de ella será siempre una invocación de lo perdido en la región de la desgracia, una invocación del amor que va uniendo los puntos de una constelación que cambia de nombre a medida que nos acercamos a la propia muerte.
Sobre la obediencia por amor al arte
Los poetas que fueron elegidos por el exilio suelen llamar Planeta de los Simios a su país, ciudad o aldea natal. Es una forma de reírse de sí mismos y nadie les agradece la broma.
Dragón
Con Gonzalo Millán en Rotterdam conversamos varias veces sobre el I Ching y el horóspoco chino – él era perro, yo caballo, bestias compatibles – pero el dragón de este poema no es el del horóspoco chino sino la serpiente marina del artista japonés Utagawa Kusinada (1923-1880).
El guarén de mantequilla
Imposible dilucidar el origen de este animal. Habita en zonas tórridas y los efectos del sol sobre su cuerpo son devastadores. ¿Por qué no emigra a regiones más adecuadas a su condición? ¿Por qué no ha desarrollado defensas para vivir con menos sobresaltos? No logro entenderlo. Su existencia es tan porfiada y breve como un jeroglífico indescifrable y mientras esté donde está será el testigo cotidiando de su propio derretimiento, operación del alba que solo verán el sol y sus dulces ojos.