En las rejas de entrada al zoológico de Amsterdam, letras de hierro, se lee Natura Artis Magistra. Bien pudieron llamarlo Natura, pero los holandeses - habría que decir los amsterdamitas - suelen ser impredecibles y lo conocen como Artis.
Hay algo siniestro en el aire de los zoológicos, el jolgorio de los visitantes, la aparente derrota de las bestias en exhibición. La piel lustrosa de la pantera fascina a la madre que se la muestra a su hijo como trofeo de civilización, la pantera dormita hasta que cae la noche y entra en la pesadilla infantil, desata la orgía de sangre. Conozco al mamífero aterrado ante una bestia mayor, en el sueño y la vigilia. Vuelvo al zoológico para conjurar mi deseo de caer bajo la zarpa ciega, conjurar el miedo soterrado, más potente, a masticar un corazón fresco y caliente.
El origen de este libro es mi sobresalto ante animales fabulosos como la esfinge, el axolotl o el cisne, mi amor de niño por las arañas de rincón y los caballos, la relectura de las metamorfosis de Ovidio y Kafka, mi gusto por los guisos de cordero. Hubo también una escena decisiva: en un recorrido por Artis vi más allá del canal Entrepodok, en un barrio residencial, una enorme jaula de hierros plomizos. Su construcción resaltaba entre las casas como una escultura, pero en su interior jugaba al fútbol una docena de niños: una jaula práctica, pensé, como la de los gorilas o mi departamento en Burgemeester Cramergracht.
El libro atempera el furor de los días como el acuario pone al tiburón a la escala del ojo: bestias confinadas en un parque público, docilidad aparente de la gran salvaje, la lengua, tras los barrotes de la escritura.
Hace un tiempo les dije a mis amigos que Artis estaba listo, que ya no había nada que hacer, que lo entregaría. Soñé que faltaban tres poemas. En este libro faltan tres poemas, pero si me descuido sobrarán dos, otros dos, y seguirá faltando uno. Artis es un oso polar en mi cabeza.
Amsterdam, diciembre de 2011