CAMISETA ROJA, PANTALÓN BLANCO

Lo vi una sola vez, de noche, cuando bajé al parque a pasear a la perra de Alicia que estaba con algo de gripe. De lejos era un bulto pequeño en el banco de madera, mal iluminado por un farol cercano, pensé que podría ser una bolsa de basura que algún gracioso había dejado ahí para molestar o divertirse. La perra, una teckel de dos años llamada Bouchra, caminaba lentamente a  mi lado y cuando me di cuenta de que aquel bulto era un hombre mayor intenté apurar el paso. Me daba pudor cruzar ante un anciano solo en un parque a las once de la noche, pero Bouchra se detuvo a orinar y quedamos a pocos metros de distancia. Iba bien vestido, quiero decir no parecía un vagabundo, un anciano enjuto que miraba atentamente hacia adelante. No había nada que mirar salvo el sendero de gravilla, los arbustos, troncos de árboles y oscuridad, pero él daba la impresión de estar muy interesado en algo que sucedía o estaba por suceder ante sus ojos. Bouchra reanudó sus pasitos de princesa y entramos en la zona iluminada por el farol. El anciano, con un bastón entre las rodillas, volvió la cabeza en mi dirección y dijo algo que no entendí.

- Buenas noches - lo saludé.

Su voz, apenas audible a mis espaldas, me siguió unos metros hasta perderse, confundida con el rumor de la brisa en el follaje. Bouchra se detuvo nuevamente, esta vez para sentarse y resistir mis suaves tirones de trailla. Alicia me lo había advertido: cuando se cansa o se aburre de caminar no hay fuerza que la mueva y tienes que llevarla un rato en brazos. Ocupado en levantar a la perra le di otra mirada al anciano entre los árboles y ahí estaba, en la misma posición y actitud, como si algo importante estuviera por suceder ante él. Bouchra me langüeteó cariñosamente el cuello. ¿Y si estuviera un poco mal de la cabeza? Yo era un hombre bueno con una teckel en brazos, pero en un parque de noche suele deambular también gente de mal vivir que no tendría empacho en robarle hasta los zapatos.

- ¿Vive usted por aquí, señor? ¿Lo puedo ayudar en algo?

Su apellido era Salgado y vivía en el tercero C del mismo edificio de Alicia. No, este nombre no le decía nada y nunca había visto a Bouchra. Son animalitos muy delicados, dijo mirándola con ternura. Yo soy de otro barrio, le expliqué, es que mi amiga está resfriada y me pidió que le sacara a pasear a la perrita. Salgado hablaba con una voz tenue pero clara. Lo primero que hacía por las mañanas, dijo, era descorrer las cortinas de la sala y darle un vistazo al parque. Daba igual si llovía o estuviera despejado, la imagen de los árboles bajo el cielo y el orden de los senderos le hacían bien. Aquella madrugada repitió su rutina y todo cambió para siempre: como un borrón moviéndose en la niebla vio al muchacho que trotaba por el sendero de gravilla. No había nada especial en la presencia de un deportista madrugador en el parque, sin embargo esperó ante los cristales, aguantando el ardor en el vientre, hasta verlo pasar de nuevo. Un golpe de viento había disipado la niebla y distinguió los colores de su pantalón y camiseta, su pelo castaño, la delgadez de sus brazos: un corredor de larga distancia, pensó doblándose un poco para aguantar la orina. Tuvo la intención, pero no fue capaz de esperar a que diera otro giro al parque.

Sentado en el inodoro sufrió en silencio la descarga de sus riñones. Corría hermoso el muchacho. ¿Vendría mañana? ¿Volvería a sorprenderlo con su trote? Preparó té, unas tostadas y desayunó escuchando una música que no acostumbraba a poner a esa hora: Suites para violoncello solo de J. S. Bach en la versión de Pablo Casals.

- Después de Casals las han grabado muchos, incluso un chino muy correcto, pero yo soy más bien conservador. ¿Conoce usted las suites para cello de Bach?

- Eh, no, la música clásica es algo que me falta... No sé mucho, la verdad.

Asintió pensativo, mirándose las manos aferradas al pomo del bastón.

Encendió la lámpara y releyó la última carta de José María, despachada en Lima el mes anterior. ¿Era necesario que le respondiera? ¿Que fuera sincero con él, como pedía? Muy bien: 'Me alegra saber que te llegó el dinero y que estés haciendo nuevos amigos. Aquí tu camarada cada día más decrépito, con las vías urinarias cada hora más podridas pero felizmente solo, gracias a Dios'. Suspiró sonriendo. Jamás ofendería a nadie con una queja semejante. No, no: 'la vejiga va bien, los árboles del parque y algunos libros me hacen llevaderos los días, la señora Mercedes me trata correctamente, en fin, todo marcha a pedir de boca'.

Dormitó un rato echado en el sofá, con el cuello un poco torcido y el libro abierto sobre el pecho. Lo despertó el amargo peso de la vejiga. 'Aquí vamos de nuevo' se arengó, camino al baño. Mientras orinaba y el dolor le iba llenando los ojos de lágrimas oyó los rumores del patio interior, gritos infantiles, un noticiario radial. ‘Todo esto es muy cruel, querido: la gente ríe y canta como siempre y el único que sufre sin remedio soy yo. ¡Pobrecito! ¿No?’.

Separó una esquina del visillo. El follaje del parque se mecía en la luz como cualquier mañana de primavera y entre los autos estacionados, justo bajo su mirada, cruzó una mujer empujando un cochecito. Sólo tuvo que esperar unos segundos. El muchacho ocupó con su trote los veinte metros que alcanzaba a ver del sendero, se perdió entre los arbustos y Salgado retrocedió, se refugió en la temperatura de su departamento como un mirón delatado. 'Es él', dijo con esa voz de anciano que le costaba reconocer como suya. ¿Pero qué hora era? Casi las once de la mañana. Regresó a la ventana cautelosamente. No era un día de fiesta ni había señales de competencia deportiva que justificaran su esfuerzo. Lo vio pasar una vez más, los hombros brillosos de sudor, el mismo rítmico codazo que le había admirado al amanecer. 'Seguramente está entrenando para un maratón' pensó, procurando evitar la idea abismal de un trote infinito y sin motivo.

La señora Mercedes llegó poco después de la una y preparó el almuerzo cantando en la cocina. No, hoy no había correo. Mientras se cocía el arroz le preguntó si no quería bajar a dar un paseíto. No, hoy no quería bajar.

- El doctor dijo que tenía que estirar las piernas -, lo regañó sin entusiasmo.

Después de barrer y cambiar las sábanas le sirvió el almuerzo.

- Esta música no le puede hacer bien a nadie - aseguró, compasiva, mientras se reanudaba el grave zumbido del violoncello.

Salgado fingió no haberla escuchado. ¿Le parecía bien comer pescado mañana? De acuerdo, pescado. La señora Mercedes se dio un toqueteo en el pelo comentando lo caro que estaba cobrando el peluquero de su barrio.

- Muy bien, muy bien - agregó levantando la voz -: creo que ya me voy.

Entonces él le pidió que por favor mirara por la ventana. Ella no pareció entender sus palabras. ¿La ventana? Salgado la animó con un gesto imperativo. La mujer caminó un poco de costado hacia los visillos, sospechosa, sin quitarle los ojos de encima.  

- Dígame lo que está viendo, si es tan amable.

Ella hizo una rápida descripción de la calle y los árboles, como esperando el remate de un chiste.

- ¿Hay alguien haciendo deporte, alguien trotando, quiero decir?

Demoró en responder y dijo que sí: iba  pasando un joven por el sendero entre los árboles.

- ¿Camiseta roja, pantalón blanco?

La señora Mercedes asintió dando un golpecito en el marco de la ventana.

- ¿Lo conoce? ¿Es amigo suyo, el joven? Se ve que le gusta correr.

Salgado relajó la cabeza en el sillón y cerró los ojos. La señora Mercedes conocía ese gesto suyo, entre ausente y arrogante, y lo observó un momento, demacrado, pequeño en el extremo del sillón. Recogió su cartera y estaba por salir cuando oyó que le pedía, por favor, que lo ayudara a llegar al dormitorio.

- ¡Eso está muy bien! - celebró, solícita - Que duerma la siesta en su camita.

Bouchra dormía en mis brazos y cuando le acaricié las orejas noté que temblaba un poco. ¿Frío? No hacía frío. Son animalitos delicados, había dicho el anciano y tal vez, ojalá que no, Alicia le había contagiado la gripe.

- No sé nada de perros, pero creo que voy a subir. ¿Hace un poco de frío, no le parece? ¿Subimos juntos?

El anciano asintió pero siguió sentado, en esa actitud ya un poco irritante de espera de algo inminente. Quizás tenía problemas en las piernas. Le extendí la mano:

- Venga...

Yo no sabía nada de perros y me di cuenta que tampoco sabía nada de ancianos. ¿Cómo convence uno a un hombre mayor para que levante el culo de un asiento de parque cerca de la medianoche? ¿Acaso no era evidente que mi propósito era ayudarlo a regresar a su casa? Quizás me equivocaba por completo. La historia de su ‘camarada’ y su fantasía con el deportista hablaban de una preferencia por los hombres y de pronto pensé que su sinceridad tenía una doble intención, risible pero no descartable: seducirme.

- Fue un placer conocerlo – dije con voz firme – pero tengo que volver donde Alicia. Ha sido un paseo un poco largo y no quiero preocuparla, la perrita está tiritando.

- Paseo largo, paseo largo – repitió con su tono claro y monótono -. Lo que le cuento es tan largo que no tiene fin.

Semi cubierto por una frazada Salgado dejó pasar las horas mirando el cielo raso. No leer demasiado, salir diariamente a caminar un rato, descansar. ¿Descansar de qué? ¿A quién estaban destinadas esas recomendaciones? ¿Para qué? La visión del muchacho en el parque ocupaba enteramente su imaginación. Podía seguirlo sin dificultad, acompañarlo en su recorrido. Imaginó a un niño montado en sus hombros, respirando gozosamente la brisa al ritmo de su trote. 'Estás viejo y deliras como un chiquillo', murmuró riendo en la penumbra del dormitorio. El muchacho avanzaba jadeando tenuemente, sin apuro, consumiendo metro tras metro del sendero con su tranco infatigable.

Sintió el pinchazo en la vejiga y no pudo, no quiso evitar un gemido de protesta. Cerró los ojos, relajó los músculos hasta alcanzar una quietud absoluta pero su cuerpo seguía funcionando, su sangre circulando por las venas, sus riñones destilando orina. El segundo pinchazo fue más fuerte y apretó los dientes. El muchacho trotaba y podía escuchar los latidos de su corazón, oler su huella de sudor, el sendero torció hacia la derecha y comenzó a ascender alejándose del parque. Salgado vio al joven corredor avanzando por una franja de asfalto que alcanzaba el horizonte, desaparecía como un punto en la nada y poco después estaba nuevamente a la vista, como si acabara de dar la vuelta al mundo. La risa y el llanto lo sacudieron como dos manos piadosas, se cubrió la cara con la almohada y así, a pesar de la llama que le quemaba el vientre, consiguió dormir otro rato.

Encendió la lámpara del escritorio para escribirle unas líneas a José María. 'Otro día termina, querido mío, y el silencio de la gente ensancha mi propio silencio. ¿Dónde estarás y con quién? Te imagino riendo en un café, respondiendo una pregunta opaca con una frase brillante, mojándote el pelo en una fuente. ¡No vuelvas! Aquí ya no queda nada para ti. Tu amigo ha llegado al final de este día sin el ánimo necesario para más días y es justo que así sea’.

Destrozó la hoja de papel. No, no miraría una vez más por la ventana. Lo había hecho hacía una hora y ya sin sobresalto había saludado el paso del joven corredor con una seña, aun cuando sabía que él no levantaría la cabeza, no voltearía la mirada en su dirección. Manipuló el control remoto y la música, esta vez la sarabanda de la sonata número tres, llenó la oscuridad de la sala.

'Querido José María: Oyendo lo que oigo te digo que hay algo profundamente injusto en esta música, injusto porque invita a vivir y sin embargo Bach y Casals están muertos. Es injusto y hermoso oír el llamado a la vida que nos hacen los muertos. He buscado esta soledad y ahora que la tengo puedo decirte que es callada y luminosa. ¿Oirás a Bach cuando yo ya no esté? Eso espero'.

Alicia oyó la puerta desde el dormitorio y gritó:

- ¿Eres tú? ¿Yin?

- Sí, somos nosotros, hola.

Las pisadas de la perra hacia en interior sonaron como un cascabel apagado en el parqué y mientras ama y animal se saludaban con exclamaciones ridículas y ladridos fui a la cocina a beber un vaso de agua.

- ¿Quieres comer algo? – grité - ¿Tienes hambre?

Alicia apareció en la puerta de la cocina forrada en ropas de abrigo multicolor, con la perra que se retorcía contenta en sus brazos.

- No me levantes la voz ¿ya? – bromeó – Te estaba esperando para hacer una pasta. ¿Cómo se portó esta señorita en el parque?

- Cagó, meó dos veces, no quiso caminar mucho, etcétera. Bien.

Mientras ellas se deshacían en arrumacos puse a calentar agua para la pasta.

- ¿Te dice algo el nombre, el apellido Salgado? ¿Un vecino tuyo?

Alicia solo tenía ojos y oídos para la perra y no pareció escuchar mi pregunta. Había sacado un hueso o algo semejante de un cajón y jugaba a dárselo y no, riendo a gritos con sus brincos y ladridos.

Cuando Bouchra se quedó dormida en su rincón Alicia había puesto vasos y platos en la mesa y rallaba el peccorino en un cuenco de madera esperando los platos que yo terminaba de preparar en la cocina. Pasta depués de medianoche. Nunca fuimos novios pero nuestras cenas tardías en su casa – desde mucho antes que llegara Bouchra - eran un ritual más cercano al amor que a la mera amistad de dos solitarios.

- ¿Qué me decías de un vecino? ¿Delgado?

- Ah, sí. Es que me encontré con un viejecito en el parque y me dijo que era vecino tuyo, Salgado, dijo que se llamaba Salgado.

- ¿Un viejecito en el parque? – rió ella - ¿De qué estás hablando?

- Sí, en realidad fue un poco raro, pero eso fue lo que me dijo, que vivía aquí en tu edificio. Me contó... nada, un poco delirante pero muy en serio.

- Qué. Qué te contó, me muero de curiosidad.

- Algo como que hay un tipo invisible que está corriendo en el parque desde esta mañana.

La risa de Alicia es algo que responde a la frase ‘sincera alegría de vivir’, tal como su tristeza, y hemos compartido muchas, es una nube que si te descuidas te aplasta como un chaparrón de nieve negra.

- ¡Estas cosas solo te pasan a ti! – dijo cuando logró hablar entre el vino y la risa - ¿Y dónde dijo que vivía, el viejecito?

- Si no me equivoco en el tercero C.

- ¡Ah, no! – saltó, alarmada - ¡Cuidado! ¿En el C?

- Eso dijo.

- Yin... en ese departamento no vive nadie.

El vino y la pasta se me helaron en el estómago.

- Yin... la gente que vivía ahí, no sé, desapareció de un día para otro. Incluso me llamó la policía, creo que unos parientes los andaban buscando. Alguna vez me crucé con ellos en la escalera pero nunca hablamos. No pude ayudar en nada. Se fueron y nunca más se supo, ¿entiendes?

- Pero si yo...

- Tómate otro vino, estás blanco como papel. No, no, mejor toma un poco de agua. ¿Te pasa algo? No vayas a vomitar aquí en la mesa, por favor.

Fui al baño a mojarme la cara, respiré profundo varias veces y evité mirarme en el espejo. ‘Quizás todavía está en el parque’, pensé y salí del departamento, bajé a saltos las escaleras y crucé la calle. No había nadie en el banco donde había escuchado el relato del anciano y la calma del parque me pareció aterradora. Pensé cosas absurdas como ‘quizás se escondió entre los arbustos y se está riendo de mí’, ‘quizás regresa de vez en cuando a recordar su vida y se la cuenta al primero que pasa’, ‘quizás hablé con un árbol’.

Esperaba que Alicia me entendiera, que por lo menos mostrara algo de compasión, pero lo cierto es que no me trató bien.

- Vete a tu casa y mañana, no sé, otro día hablamos. Estoy agripada, Yin, tengo que descansar.

Estuve por preguntarle ‘¿me crees?’, pero me mordí la lengua.

Salgado eligió el traje gris y le tomó media hora vestirse. Le hubiera gustado prescindir del bastón pero reconoció que sin su ayuda no llegaría ni siquiera al ascensor. Antes de cerrar la puerta escuchó, asombrado, el silencio de su departamento. Cuando apareció abajo en la calle y respiró el aire fresco de la noche sintió una fortaleza inesperada. No había transeúntes ni circulaban vehículos. Atento a cada paso que daba cruzó la calzada y pisó la acera del parque. La vejiga no le molestaba en absoluto. Avanzó hacia el sendero de gravilla y lo vio pasar de inmediato, más bajo de estatura de lo que había imaginado, corto y liviano el tranco. La brisa arrancó un rumor de respiración al follaje y atacado por un miedo súbito quiso retroceder, desandar sus pasos y seguir mirándolo para siempre desde la altura, a través de la ventana, en la temperatura del departamento. 'Qué cobarde eres' lamentó, y estas palabras lo reconfortaron. Se acomodó a esperar en un extremo del banco de madera. Encogió los hombros pero en realidad no hacía frío, nunca había estado allí de noche y oyó el rumor de la ciudad dormida, luego a dos ciclistas que iban conversando, un estampido lejano. Entonó mentalmente los primeros compases del preludio de la tercera sonata, volvió la cabeza hacia la ventana de su departamento y le pareció insignificante, un cuadrado negro en la fachada de un edificio de barrio residencial, una ventana que no decía nada de sus libros y discos, nada de Bach ni de José María. El hombre alto de cabeza rasurada apareció desde las sombras tirando de un perrito salchicha, le dio las buenas noches y siguió adelante por el sendero de gravilla.   

Estuve con él una sola vez, aquella noche que saqué a pasear a Bouchra cuando Alicia estaba con gripe. A veces reaparece en mi memoria y su voz repite fragmentos de su relato pero a medida que pasa el tiempo me causa menos inquietud. Según Alicia yo sabía de antes que en el tercero C no vivía nadie - ´yo misma te lo habré contado´ - y el resto me lo inventé, sabe Dios porqué y para qué. Hace dos veranos Alicia viajó al sur de Francia y no me invitó a ir con ella. Lo consideré una forma de desprecio y me dolió un poco pero no le pedí explicaciones; la amistad no tiene reglas. De vez en cuando hablamos por teléfono. Vive en un pueblo cerca de Mirepoix y es ayudante o aprendiz de una maestra ceramista, la perrita está bien, le encanta el campo. Me cuesta imaginar quién podrá vivir ahora en su departamento frente al parque, hace poco pasé por ahí en bicicleta y preferí no levantar la mirada hacia sus ventanas. ¿Y en el tercero C? No estoy seguro de que todo haya sido como dijo Alicia, pero si mi encuentro con Salgado fue real la única testigo fue Bouchra, que guarda el secreto como saben hacer los perros.