Cuaderno dieciocho

A medida que me acerco al presente me siento más frágil y liviano. Hace un rato me levanté de la mesa para salir al patio y nuevamente levité por unos segundos, a pocos centímetros del suelo. Estoy alojado en la habitación 7 del Hotel Sahara, frente a la mezquita de M´Hamid. Este edificio de una planta fue alguna vez una cárcel francesa, a las habitaciones les quedan los barrotes en las ventanas pero sus puertas tienen saltadas las cerraduras y cuando sopla el viento la arena se cuela silbando por debajo.

Entregarme a la ensoñación era una manera eficaz de regresar a los lugares, de volver a estar, pero después de escribir tantos cuadernos tengo la memoria agotada como un músculo. Cuando intento recordar no llego más lejos que a Zagora, la manta que me prestó Tarik, un automóvil ardiendo bajo las nubes rosadas, olor a jabón barato, la silueta de los gorriones dormidos como frutas secas. Quisiera creer que los casilleros están llenos y que mi historia termina aquí, ahora, en esta aldea del fin del mundo, pero sé que mañana – ahora ya es mañana - me volverán las fuerzas y la memoria estará nuevamente llena de sangre fresca, de neuronas felices de conectar lugares y rostros separados por miles de kilómetros, miles de malentendidos y afectos. Lo peor es cuando recuerdo un hecho paralelo.

Se me viene encima sin aviso, ese agobio: hasta ahora mi memoria sostiene que Mónica y Pecos del Perú no se conocieron, no se vieron nunca, ni en Amsterdam ni en ningún otro lugar del mundo. ¿Por qué entonces, hace poco, los recordé sentados a una misma mesa? Se trata de una imagen bastante detallada: ambos beben té o café con leche, la mesa es redonda y pequeña, Mónica mira hacia un punto lejano, tiene el ceño fruncido y sus labios están modulando algo, Pecos con su sonrisa más típica, cálida, un poco incrédula. ¿Dónde? ¿Cuándo? Ni la menor idea. He tratado de convencerme de que se trata de una fotografía, no de Mónica y Pecos sino de una pareja cualquiera, en un café europeo, y que el reemplazo de los personajes es una jugarreta de mi cerebro recalentado. Escaso consuelo. Son ellos. Estos recuerdos falsos amenazan mis cuadernos como demonios rojinegros, invisibles, de mandíbulas feroces (termitas) y no sé como defenderme. ¿Qué tal si mi madre estuviera en este minuto regando sus plantas en el patio de la casa en Concepción, murmurando una canción, recordándome con ternura? Y Teófilo corriendo detrás de un gato y mi padre martillando un clavo, con el pelo recién mojado. El ruido de los martillazos restallando en las láminas de hojalata que están apoyadas en la pared, no sé para qué. Ella sana y con ropa de verano, como cuando yo la espiaba desde la ventana del dormitorio, en febrero, y no nos dábamos cuenta de que éramos felices. Me ha dolido el estómago durante horas pero no salta ninguna alarma en mi cerebro: asisto a mi dolor como a un espectáculo, como si estuviera revelando la foto de un hombre que sufrió hace tiempo y ahora no se inmuta. Por el cielo, casi invisible, pasa un avión hacia Europa y sobre la hoja del cuaderno cae la sombra de un racimo de dátiles verdes.

Me siento a la mesita unas horas por la mañana y Barak me trae el té y un trozo de pan. Es el único sirviente de El Sahara y no me gusta, ni yo a él. Siempre le pido frutas y me observa unos segundos como si no entendiera, clavándome una mirada de serpiente, pero al rato vuelve con un par de naranjas. Hasta ahora nunca me ha traído las naranjas junto con el pan y el té. “Barak, algo de fruta por favor”, le pido y me observa unos segundos, me parece oír los insultos que pronuncia sin abrir la boca, cruza a tranco largo hacia la salida del hotel, siempre descalzo, y regresa unos minutos más tarde con dos naranjas en la mano derecha. “Gracias” murmuro y se esfuma. Creo que no soportaría que mañana llegara con las frutas en la misma bandeja del té y el pan.

Barak es distinto de todos los hombres y muchachos marroquíes que he conocido hasta ahora: no tiene la menor intención de congraciarse con el extranjero, no imita a una persona amable. Da la impresión de un ser perfectamente adaptado a  la sequedad, al calor, a estas distancias. Intenté un par de veces hablar con él, preguntarle cualquier tontería para iniciar el diálogo, pero sólo me respondió con monosílabos de sirviente. Anoche vi pasar su sombra cerca de mi puerta y sentí una oleada de miedo que de inmediato se transformó en furia. Barak es extremadamente real.

Pasaron días en que terminaba con la mano endurecida, inútil, y durante la noche sentía palpitar las venas negras del antebrazo. Nunca en mi vida escribí cuatro, hasta siete horas seguidas. Llegué a este pueblo durmiendo en un camión cargado de animales y mercancías y hoy me encuentro sentado en una  silla desvencijada, en la penumbra de mi habitación del Hotel Sahara, ante un cuaderno escolar que ya es el número dieciocho, con seis o siete más a la mano, con mi enésimo lápiz BIC encajado entre los dedos como si fuera un sexto, sin mis cámaras fotográficas. Bebo litros de té y de agua hervida, como dátiles, naranjas e higos secos, miro de lejos la mezquita, suelo cagar en medio del erial como cualquier vecino, converso un rato con Hassan, el dueño del hotel, me ejercito en no dejarme intimidar por Barak, dormito echado en la cama durante las horas en que el calor lo inmoviliza todo, repaso recuerdos que luego escribo como si oyera un dictado. Así es como me gusta verme, un hombre que quiere ser feliz como cualquiera y da unos pasos, se rasca las pelotas, bosteza, y por momentos lo consigo. Llegué a M´Hamid sabiendo la mitad de lo que sé ahora, y mis hermanos de viaje los corderos ya pasaron al asador o a la olla. Lo importante es hacer algo, siempre estar haciendo algo, para no hundirse. Es así como he descubierto que cuando un taxi está por partir de regreso a Zagora, hace sonar tres veces la bocina, detenido junto a un toldo rojo. Luego arranca y ya es tarde para los que quieren viajar, casi siempre personas con bolsas de tela. El taxi se aleja levantando una polvareda y los viajeros atrasados se lamentan y sus vecinos se ríen y terminan todos muy contentos.

Los gorriones me despiertan poco después de las cinco y media, con su trinar ensordecedor en las tres palmeras jóvenes del patio, felices en la frescura de la madrugada, y desde que Hassan me dio llave de la puerta principal puedo salir y entrar sin molestar a nadie, a cualquier hora, con la grata sensación de que no hago ruido, que nadie se entera de mis movimientos.  

Hassan dormía en su jergón bajo la ventana y en la penumbra del vestíbulo alcancé a distinguir otros dos cuerpos, uno de ellos era Barak (tiene unas peladuras en la cabeza), el otro no sé. Suelo salir a caminar a esa hora, cuando el sol está por partir en dos el horizonte, en dirección al palmar, cruzando el lecho seco del río. El silencio sobrecoge, impide apurar el paso, hasta que de pronto se eleva la voz del almuecín, la llamada a la oración que se expande como una noticia que siempre dice lo mismo. Al pasar divisé la jauría de perros echados entre los troncos, y cuando llegué a las últimas palmeras de éste, el último oasis del Draa, me dejé caer sentado en la costra del suelo. A partir de allí el Sahara se abre ante los ojos como un gigantesco fondo de mar reseco, quemado por el sol de milenios.

“He llegado al fin del mundo” me dije la primera vez. “Desde aquí ya no hay caminos” me decía, orgulloso de haber vencido los días de espera, las miradas torvas, el cansancio, para tocar con mis propios pies esta muralla de aire caliente. Ingenuo de mí. Al poco rato, aquella madrugada, en la reverberación azulina del horizonte asomó una brizna que se convirtió en un guijarro tembloroso y luego en una figura que avanzaba hacia el palmar desde el hervor de la nada. Pensé vagamente que podría ser Piotr, el lituano, pero no: era un viejo montado en un burro. La risa de idiota comenzó a sacudirme el estómago. No era un alma en pena, tampoco un motociclista italiano: era un viejo y un mulo que viven en alguna parte, allá adentro. Imaginé un Sahara lleno de ciudades, de ventanas abiertas y gallos cantando sobre una tapia, ciudades verdes a la sombra de árboles inmensos. El delicado jinete pasó a unos metros de mí y nos saludamos con un sonoro ¡la bes! y una seña de madrugadores.

Hassan debe tener unos treinta y cinco años, o quizás cuarenta. Aquí nadie celebra su cumpleaños. Pelo negro ensortijado, sandalias de cuero retorcido, fuma Gitanes que compra a los contrabandistas o consigue de algún viajero. Se protege con un enorme pañuelo de algodón azul y negro, “los colores de los tuaregs” según él mismo, y a diferencia de Barak sí tiene que parecer amable, a fin de cuentas soy su único cliente: hace un rato lo vi arreglando unas cañerías en el cobertizo de la ducha, hasta que brotó agua. Ahora podría yo darme algo semejante a un baño, lavar la ropa. Hassan pasa las horas echado bajo unos toldos de lana, a las puertas del hotel, y al atardecer salgo a conversar con él un rato.

Dice que está esperando a una comitiva francesa de Amnistía Internacional que pasará por aquí rumbo a la frontera de Argelia para visitar unos campos de refugiados saharauis. Difícil imaginar a ningún francés alojado en uno de los cuartuchos vecinos al mío. Les he dado una mirada. En algunos hay somieres oxidados, fardos de ropa de cama, en otros se acumulan sacos con provisiones. Hassan dice también que una empresa inmobiliaria de Rabat está por iniciar la construcción de “un gran hotel” en la orilla sur del río, junto al palmar: “me van a comprar El Sahara y me voy a ir a trabajar con ellos, ¡inshalá!”. Días más tarde me ha confidenciado que M´Hamid está en trance de desaparecer.

“El río ya casi no trae agua. La ocupan toda en el norte. Mientras las palmeras den brotes es que sigue pasando agua bajo la tierra. Pueden secarse los pozos pero si las palmeras siguen echando hojas, hay esperanza. Cuando ya no den hojas, entonces se acabó”.

Hassan escupe con energía y entona una canción, para que yo entienda que le da igual. Su compañía me es grata y le cuento alguna historia de Barcelona, donde tiene un primo trabajando en correos. Le gusta que le describa Las Ramblas al atardecer, cuando se llenan de luces y la gente circula entre los quioscos de periódicos, las jaulas llenas de pájaros, las mesas de los bares, mendigos y argentinas que leen el tarot. Hassan nació en un caserío cercano a M´Hamid y tiene varios hermanos, pero hasta ahora no he visto a ninguno.

Me ha preguntado qué estoy escribiendo. Yo esperaba esa pregunta incómoda y le respondí “nada en particular, recuerdos, impresiones, cosas que me han pasado en los últimos años”. Hassan dejó caer otro escupitajo espeso entre sus sandalias.

“A todos nos pasan cosas, es verdad. Yo una vez perdí un camello de mi padre y estuve en el desierto dos días, sin agua ni comida, buscándolo. Los camellos pueden recorrer muchos kilómetros aunque tengan amarradas las manos. Yo era muy chico y sabía que mi padre me mataría a palos si regresaba sin la bestia. De noche puedes saber dónde estás por las estrellas, pero puede morderte algún bicho. Cuando estaba por caerme muerto oí el ruido de la motocicleta. Una suerte que me haya encontrado caminando todavía. Cuando uno cae al suelo ya es difícil que lo encuentren”. Se levantó el faldón de la chilaba, extrañamente no llevaba pantalones, y me mostró una gruesa cicatriz en el muslo. “Ésta me la hice en un accidente. Íbamos a Tan Tan y se rompió un eje de la camioneta. Se dio vueltas y nos cayó encima. Murieron dos, pero a mí no me pasó nada”.

Cuando una persona te cuenta cosas de su vida se produce un contagio inesperado, sus cicatrices te recuerdan las tuyas, te buscas la que tienes en el antebrazo: “esta me la hice con un pedazo de vidrio, jugando en una playa”, y terminas hablando de cuando te torciste un tobillo al saltar una cerca a los nueve años, de tus dolores de estómago por comer demasiadas ciruelas. “¡Ah!, eso me pasó a mí también, pero con manzanas”, responde la otra persona y las dos se atropellan para hablar de lo emocionante que fue entrar por primera vez a una mezquita o una iglesia, de la madre secándose las manos en el delantal o de unas monedas que se encontraron en la calle. “Por ahí la tengo todavía guardada”, dice Hassan, “es grande, de plata, de Sudáfrica”. Él se encontró su moneda en un terminal de autobuses del desierto, tú nunca te has encontrado una moneda en el suelo pero ya estás en vena e inventas sin dificultad, le dices que fue en Amsterdam: “estaba entre unos papeles viejos, al lado de una floristería, era un chelín inglés”. Mientes con una naturalidad dichosa. Hassan te pide que le apuntes tu dirección en Amsterdam, porque cuando comience a trabajar en el hotel que van a construir al otro lado del río se pondrá a ahorrar de inmediato para ir a ver a su primo a Barcelona, “y de allí directo a Amsterdam, a ver a mi amigo Waldo”. No consigues recordar ninguna dirección en Amsterdam y cuando te alarga el papel anotas cualquier cosa, “Hoopweg 33-b”, y él parece más que satisfecho.

Otro día que termina y Hassan me ha enseñado los nombres de los vientos. Se ríe cuando intento reproducir las palabras en árabe, o quizás bereber o algún dialecto local. El del este, siempre caliente, se llama sharghi y el del oeste, más fuerte aunque menos sofocante, shahili. “¿Cómo se llaman los vientos en el pueblo donde naciste?”, preguntó sin asomo de ingenuidad. Intenté recordar algún viento particular de Concepción. “Cuando corre viento norte es que va a llover”, le dije. Hassan dice que nunca ha visto llover.

Me enteré de que hay una kasba vieja, a un par de kilómetros, al otro lado del palmar. No se ve desde aquí pero la imagino como si hubiera estado ya en ella: construcciones bajas de adobe y madera carcomida, callejuelas color chocolate, ventanucos humeantes, interiores sombríos, un pozo entre los tamarindos y arbustos sacudidos por el viento. Hay un camino que se interna en el palmar y a menudo he visto cruzar gente y animales en esa dirección, pero siempre pensé que se dirigían a las huertas o algún pozo. “Aquí donde estamos es M´Hamid el Djedid” me explicó Hassan, “y la kasba vieja se llama M´Hamid el Bali”. De inmediato le pedí que me llevara a conocerla y él hizo un gesto ambiguo que podía significar “más tarde” o “no vale la pena”.

El sharghi me ha obligado a permanecer el día entero encerrado en mi habitación, dormitando, hilvanando recuerdos que ya no me interesa pasar al cuaderno. Solo soy capaz de referirme a lo inmediato. En lo que podría llamar “mi mesa de trabajo”, además de los cuadernos está la postal que no le envié a Mónica desde Larache y cada día se suma algo nuevo: un par de guijarros desiguales, un racimo de dátiles que comenzó a secarse de inmediato, un trozo de madera que parece una rana. Observo estos objetos desde la cama y no me explico qué impulso me hace traerlos hasta aquí, ordenarlos en torno a la postal, pero reconozco que me hace bien tenerlos. El viento ulula afuera de mi cuarto como el lobo de los cuentos, pero no me inquieta.

Aplasté una cucaracha, hace varias horas, y he visto cómo llegaban hasta su cuerpo despanzurrado las hormigas exploradoras, cómo corrían hacia la pared con la noticia. Poco después el cadáver del insecto hervía de hormigas, en un silencio diminuto y sobrecogedor. Ahora la baldosa donde di el zapatazo está limpia, meticulosamente despojada de esos restos, como si nunca hubiera muerto allí una cucaracha. Puedo pensar que soñé su aparición y mi rápido movimiento para aplastarla de un golpe, que soñé el trabajo de las hormigas, y eso no cambiaría nada: lo único cierto es que la baldosa junto a la pata del velador ahora está limpia, y el viento ha dejado de silbar. Cuando he intentado salir al patio he descubierto que la puerta estaba bloqueada y me he puesto a gritar como si me encontrara realmente en una celda: “¡Barak!, ¡Hassan!, ¡sáquenme de aquí!” y ellos han venido corriendo y han quitado la arena con una pala.

Barak y otro tipo, más alto y flaco que él, no parecen tener algo más interesante que hacer y se dedican a controlar mis movimientos. No entiendo qué pretenden. Cuando le dije a Hassan que me incomodaba que me estuvieran observando continuamente, soltó un escupitajo y respondió entre dientes, no sé qué. Los he oído discutir a gritos en la recepción, a Barak y Hassan, pero cuando me acerco a ellos siempre parecen estar en paz, cada uno ocupado de lo suyo, es decir de nada: revisar números en un cuaderno arrugado, limpiar el polvo de unos vasos. Lo alarmante es que también oí conversar a Barak y su compinche y me parece que lo hacen en castellano, o al menos decían frases que pude entender perfectamente: hablaban de un motor que debían arreglar, de comprar unos repuestos y un litro de aceite.

Los movimientos sigilosos de Barak y su amigote me causan escalofríos. De pronto parecen uno solo, un animal con cuatro ojos capaz de leerme los pensamientos. En otros momentos se separan, bestia de cuatro orejas, y me sintonizan desde puntos equidistantes. Mientras escribo puedo sentir a uno de ellos a través de la pared: está en la calle trasera, conversando en voz baja con otros hombres, fingiendo que le importa un bledo que yo permanezca encerrado en esta habitación. El otro está en el vestíbulo, echado como un animal en su jergón. ¿Serían capaces de robarme los cuadernos? La primera vez que imaginé algo así el pánico me provocó una fatiga y tuve que echarme en la cama, con el corazón desbocado. Cada noche cuento los cuadernos y si dudo, los vuelvo a contar. No falta ninguno. Tal vez entran a leerlos en los ratos en que salgo, pobres diablos, jamás podrán entender mis aventuras. Pueden hacer lo que quieran, hablar y leer en los idiomas que se les antoje, seguirme los pasos, cortarme en trocitos y arrojarme a los perros: todo lo que hacen, todo me provoca una risa ridícula, sumamente refrescante.