Hubiera preferido viajar en tren, pero Tancredo había comprado los pasajes en avión sin consultarme y de camino al aeropuerto pasamos a recoger a su hijo Benjamín.
“Lo llevo a Conce de vez en cuando” me explicó, “y antes que llegaras ya le había dicho que hoy le tocaba”. Al rato agregó, “ojalá no te moleste”.
Benjamín nos estaba esperando, muy compuesto con su mochila a la espalda, en un portal de la calle Pedro de Valdivia. Era un niño silencioso, de pelo mucho más negro que el nuestro, por lo que supuse que su madre sería morena, y creo que le gustó que cuando nos presentaron “él es tu tío Waldo” yo le alargara la mano en lugar de besarle la mejilla.
En el avión el niño se mantuvo concentrado sobre la diminuta pantalla de su juego electrónico y Tancredo me dijo que ya estaba en tercera preparatoria.
“Cumplió ocho hace una semana. Es seco para la matemática”. Benjamín escuchaba atentamente, sin quitar los ojos de las figuritas que bailoteaban en la pantalla. “El tío Waldo quiere saber qué quieres ser cuando grande”, dijo Tancredo. “Ingeniero” murmuró. Mi hermano me dio una mirada de orgullo absoluto.
Las ocho horas del viaje en tren, que me hubieran ayudado a amortiguar la llegada a Concepción, se redujeron a menos de dos, y cuando el avión tocó tierra en Carriel Sur se me produjo un efecto de extrañamiento total. El aire estaba fresco, puro, y los bosques de pinos y eucaliptus brillaban bajo el sol. Me hundí en el asiento del taxi y me entregué a la sensación de estar soñando que regresaba a mi ciudad natal. Todo me parecía pequeño, luminoso y pobre. Cruzamos la línea del tren y el taxi enfiló hacia el centro entre casas bajas, con restos de volantines y trozos de plástico flameando en el tendido eléctrico, atascos de autobuses y automóviles, carretelas de caballo, baldíos cubiertos de maleza, un manchón de flores rojas en un segundo piso.
Desayunamos en el hotel donde teníamos reservas, en la calle Colo Colo, y Tancredo salió de inmediato, tenía cita con un cliente.
“Vayan a dar una vuelta” nos dijo, “en la casa ya saben que vamos a ir a la hora de almuerzo”. Benjamín encendió la televisión y se dedicó a hacer zapping como si todavía estuviera jugando con su maquinita. Le pregunté si quería bajar conmigo a la calle. “No tío, vaya usted nomás”.
Tuve intención de echar a caminar hacia el parque Ecuador, a los pies del cerro Caracol. Un lugar extraño, ese parque que se prolonga hacia arriba, por las faldas del gran cerro. Refugio de estudiantes cimarreros, paseo de gente humilde y desocupada, de conscriptos y marineros en su día libre, lleno de gente y de colores las tardes de domingo en verano, mustio y empapado en el largo invierno. Hay por allí un club de tenis, un taller de artesanos, una compañía de bomberos. El parque Ecuador y el cerro Caracol forman un frontón vegetal que absorbe los ruidos y olores de Concepción, así como el río Bío-Bío se lleva hacia el mar cercano sus inmundicias. Si alguien me preguntara: “¿Qué nos puede decir, señor Pereira, de su ciudad natal?” yo exhalaría un suspiro provinciano y respondería con los versos de un poeta local: “bella ciudad, hermoso agujero para morir cantando”. Fue así como no quise orientar mis pasos hacia el parque y el cerro, para no recibir una dosis demasiado severa de pasado, tomé hacia la derecha y al poco rato me encontré bajo los tilos de la Plaza de Armas, en uno de los bancos de madera frente a la catedral.
Creí reconocer a una mujer que pasó a dos metros de mi nariz, apurada, haciendo repicar las baldosas con sus tacones, pero no sabría decir si me recordaba a alguien visto en el Concepción de mi adolescencia o en alguna otra ciudad. “Ah”, me dije viendo bajar de un taxi a un señor de traje azul, “ese es el profesor Videla, cien por ciento el profesor Videla”. ¿Qué habrá sido de nuestro viejo maestro de historia y geografía? Un grupo de estudiantes cruzó la calle en diagonal conversando a gritos, las palomas bajaron a picotear en el bordillo de la calzada y me parecieron asquerosamente iguales a las palomas de Madrid, de París, de Amsterdam.
Pegada a la catedral hay una puerta de rejas que da a un patio interior y a una pequeña sala de teatro y cine. Allí solían pasar películas inglesas, alemanas y francesas, anunciadas en un párrafo de cinco líneas en el diario El Sur: “un servicio a la comunidad penquista de los institutos binacionales” o algo por el estilo. Por ese agujero enrejado entrábamos los jovencitos de entonces, pagábamos nuestra entrada simbólica y veíamos películas de Fassbinder, Kubrick o Antonioni. Hora y media de estadía en Berlín o Roma compartiendo historias gozosas o desesperadas, paisajes majestuosos, y después de vuelta a las calles de Concepción, al desastre de nuestras historias contadas a medias, de las patrullas militares en las esquinas, la sospecha, el desgaste permanente de la sospecha, un pucho fumado a medias, la caminata triste en la llovizna. Nada más penoso que volver a casa después de haber visto La luna o El Miedo del arquero ante el penal.
Entonces vi venir a mi padre, por la acera de la catedral, desde Barros Arana. Caminaba erguido, buscando algo en la distancia con la mirada, mi padre. Sentí en las manos la ausencia de la cámara. ¿Lo hubiera fotografiado? No. Permanecí quieto, mirándolo pasar: un jubilado de unos sesenta y cinco años que se llevó el puño a la boca para aclararse la garganta y saludó a una señora que se cruzó en su camino. “La inocencia encarnada” me dije, con un ligero ataque de frío. Me levanté con la intención de seguirlo pero mi cuerpo se movió en dirección exactamente contraria. “¿Para dónde vas?” me pregunté, buscando algo en la distancia con la mirada, como mi padre.
“¡Pereira, muchacho!, esta sí que es sorpresa” dijo un hombre de bigote, plantándose frente a mí. Ante mi desconcierto abrió los brazos. “Becerra, hombre, soy Becerra”. Por supuesto, era el Gato Becerra.
Me reuní con Tancredo y Benjamín en el hotel. Tomamos un taxi y llegué borracho a la casa de mis padres, pero el aroma del recibidor me disipó los vapores de la media docena de cervezas que me había tomado en El Nuria con el Gato. Mi padre se había cambiado de camisa y sonreía tímidamente. Benjamín corrió hacia sus brazos y el viejo se inclinó para recibirlo como alguna vez habrá hecho conmigo y mis hermanos. En la percha solo había chaquetas y un abrigo masculino.
“¿Cómo está la abuelita?” preguntó el niño. Tancredo me dio un suave empujón. Sé que tuve la mejilla paterna pegada a la mía, su pecho apretado al mío, pero yo sólo tenía oídos para la voz de Benjamín, que avanzaba por el pasillo llamando, “¿abueli?, ¿abuelita?”.
Lo vi todo desde el umbral de la sala, con mi hermano y mi padre hablando despreocupadamente a mis espaldas. Mi madre, diminuta, estaba sentada en su sillón junto a la ventana, con un chal verde oscuro sobre los hombros, y alargaba los brazos hacia el niño: “Waldito, mi amor, venga a saludar a su mamita”. Vi a Benjamín envuelto en esos brazos frágiles protestando cariñosamente por la confusión. La mano de mi padre me tocó el hombro.
“Perdónala, lo que pasa es que siempre ha creído que Benjamín eres tú”. “Tómalo como un homenaje” agregó Tancredo. Por encima de la cabeza de su nieto mi madre fijó en mí sus ojos de loca y cuando intenté sonreír noté que mi cara tiritaba, me la sujeté a dos manos, tiritaba como si fuera a desmoronarse.
Al anochecer yo todavía estaba en esa casa. Tancredo y mi sobrino se habían marchado de regreso al hotel a esos de las cinco y cuando me vio dispuesto a partir con ellos, mi padre dijo, “quédate un rato, hombre”. No esperaba que me pidiera algo así. Me sentía exhausto y en mi interior destellaron un par de luces de alarma, pero asentí, devolviendo mi chaqueta a la percha.
Durante el almuerzo y las horas que pasamos reunidos en la sala, mi sobrino se había dedicado a hacerle la vida más llevadera a mi madre, como si estuviera cumpliendo con una misión: miraron los mismos libros ilustrados que ella solía mostrarnos a nosotros en la infancia, se contaron secretos al oído, caminaron lentamente por la sala, cogidos de la mano. El cuerpo de mi madre se estaba convirtiendo en un verdadero espectro, seguramente a causa de las medicinas, pero conservaba algo de su elegancia en la cabeza, su pequeño cráneo cubierto por un casquete de pelo blanco. Mi padre y Tancredo tenían mucho más de qué hablar de lo que me hubiera imaginado, de manera que me enfrasqué en la lectura, página por página, del diario El Sur, hasta que se produjo un silencio pesado y bajé lentamente el periódico. El rostro de mi madre estaba mojado de lágrimas y Benjamín había ido a buscar refugio entre su padre y su abuelo.
Me arrodillé ante ella y le cogí las manos. Le dije que era yo, Waldo, y que había venido a verla. Su rostro se descompuso al oír mi voz y por un instante entré en su locura, estuve con ella allí dentro, en ese paisaje dislocado. Se está muy mal, en la locura. Comenzó a apretarme las manos con una fuerza impropia de un cuerpo tan frágil y gimió, emitió un sonido gutural con las dos sílabas de mi nombre. Todo estaba fuera de lugar en ese rostro, por dentro de sí misma mi madre corría en varias direcciones opuestas. Había oído el llamado de su hijo pero no conseguía salir a la superficie, al aire libre para abrazarlo. Su cerebro enfermo podía más que ella. Hizo un último esfuerzo, abrió desmesuradamente los ojos apretando los dientes hasta hacerlos rechinar, pero las puertas no se abrieron. Lentamente, las garras que me atenazaban volvieron a ser sus manos de piel fina, de uñas cuidadosamente limadas, abandonó el cuello en los almohadones y se quedó dormida. Sabia, mi madre, se quedó dormida.
En la mesita junto al teléfono había varias fotografías de la familia, entre ellas el primer retrato que hice en mi vida: es mi padre sentado en un sillón de mimbre en el patio, una toma frontal, muda, no entiendo para qué la conserva. Subí sigilosamente las escaleras. La habitación que había sido de Tancredo estaba cerrada con llave pero la puerta de la mía y de Teófilo cedió sin que rechinaran las bisagras. Las cortinas estaban echadas y avancé un paso en la penumbra. Vi las dos camas estrechas, meticulosamente ordenadas y entre ellas el velador de madera, la lámpara de pantalla azul. “Apaguen esa luz”, decía la voz de mi padre desde el pasillo y nosotros, indefectiblemente, le pedíamos “un ratito más” para terminar lo que estábamos leyendo. Teófilo leía de espaldas, yo echado boca abajo. Las dos camas y el velador de mi habitación de niño y adolescente. Quizás en el cajón quedaran todavía alguna novela de Jack London o Emilio Salgari, el ejemplar ilustrado de El Quijote, un par de volúmenes de la Enciclopedia Juvenil Larousse, los cuadernillos de Vidas Ejemplares que coleccionaba Teófilo. No me acerqué al cajón de ese velador.
Miramos un rato la tele en silencio y después salimos a sentarnos al patio. “Hace su poco de frío pero se está bien al aire libre, hace bien para los pulmones” dijo entregándome un liviano poncho de vicuña. No tuve ánimo para recordarle que esa frase, exacta, nos la machacó a los tres hermanos desde que tengo memoria: “el aire libre es bueno para los pulmones”. Hablamos de Teófilo, que ahora era misionero en las favelas de Río de Janeiro.
“¿Río? No entiendo. Aquí mismo en Concepción no faltan pobres”. Mi papá se aclaró la garganta. “Los curas tienen que ir a donde los mandan, Waldo, como los soldados”. Teófilo enviaba una carta al año, para Navidad y según mi padre era feliz.
Le conté algo de mis andanzas por Holanda, Francia y España, creo que incluso lo hice reír con alguna anécdota. No me decía nada de él ni de mamá. ¿Me había pedido que ‘me quedara un rato’ para escucharme y nada más? Le puse la mano en el brazo, me afirmé de él mismo para entrar en el coto vedado: “Y tú, papá, ¿estás contento?”. Me pareció que tenía preparada la respuesta.
“Mi vida es Ángela” murmuró: “y mientras ella siga viva yo seguiré contento”. Casi había olvidado que mi madre se llama Ángela.
En el cielo todavía quedaba algo de luz y por el patio cruzó un gato. En casa nunca tuvimos gatos. Nos arrebujamos en nuestros ponchos.
“No se ve tan mal, la mamá”, dije. El viejo carraspeó: “ella está mejor que todos nosotros juntos, cada día más inocente, más transparente. Un día voy a abrir su cama y no va a estar, eso es todo, fin de la historia”. Me pidió que fuera a la cocina a buscar una botella de pisco. El estante de los licores era el de siempre y lo mismo los vasos, con su gallito en relieve. Lo miré por la ventana, mi padre en la penumbra, como un indio envuelto en su poncho.
“Papá”, dije desde el umbral oscuro de la cocina, con los vasos en una mano y la botella en la otra: “¿Qué pasó con la mamá?, ¿Qué la dejó así?”. Una pregunta tan sencilla, qué viaje tan largo para hacerla.
Bebimos pisco en la penumbra, un par de minutos interminables. “Mira Waldo” dijo, “lo que importa es que ustedes salieron adelante, los tres, cada uno a su manera”. No era eso lo que yo quería escuchar. “Lo que pasó con tu madre es una tragedia y yo me hice cargo de ella, de todo, para que ustedes salieran adelante”. No, no era eso lo que yo quería escuchar.
El viejo bebía con mano firme y me hice el niño chico. “Pero qué pasó, papá, qué la dejó así. ¿Por qué no me lo dice?”. Terminó su vasito y dejó escapar un bufido. “Mira Waldo, tú ya estás grande, lo que pasó con tu mamá es una historia sin pies ni cabeza, olvídate, no vale la pena, ¿me entiendes?”.
Nos separaba un muro delgado que ambos queríamos romper sin saber cómo, necesitábamos ayuda, pero no había nadie más con nosotros. Recurrí al ruego: “Cuéntame papá, por favor cuéntame que pasó”. La oscuridad se iba cerrando en el patio pero vi claramente cómo meneaba la cabeza, negándome su historia. Se me alejaba, mi padre, y me subió un ventarrón sucio desde las tripas.
“¡Habla, por Dios!” grité, haciendo añicos el vaso contra las baldosas del suelo. Él alargó una mano, compasivo, pero se la desvié de un golpe. “Eso que llamas la verdad no te ayudaría en nada” dijo, “ya tenemos suficiente con haberla perdido a ella, Waldo. Tú ya no vives aquí, ninguno de ustedes vive aquí, ¿para qué más miseria?”. Incapaz de tocarlo, agarré mi silla y con una fuerza muy superior a la de mis brazos la arrojé hacia la oscuridad del patio, la vi volar por encima de los rosales y rebotar en la tapia del fondo. “¡Me estás condenando!” aullé: “¡me estás condenando!”.
Di unas vueltas por el patio soltando gritos como un energúmeno, vi encenderse luces en las casas vecinas, insulté a esos miserables que iban asomando sus caras a las ventanas para solazarse con “la desgracia de la familia Pereira”, y mi padre seguía sentado en su silla, arropado con su poncho de vicuña, observándome con una piedad insoportable. Mi madre, su Ángela, era irrecuperable y eso lo entendió él mucho antes que yo, y sé que su dolor es infinito. Muy bien, nuestro dolor es infinito. Tambaleante, me acerqué a su cuerpo, tomé aire y le susurré muy cerca del oído: “Dime, papá, Saladino Pereira, dime si mataste a alguien como ella dice”. Su voz arrastraba la tristeza de toda una vida entregada a remediar lo imposible: “¿quieres saber lo que pasó? ¿Toda esa ridiculez? Entonces escucha”.
Ahora era él quien se movía en la oscuridad del patio. Todas las luces del vecindario se habían apagado. Sentado en el suelo, en el umbral de la cocina, esperé a que hablara. “Ella nos conoció a los dos el mismo día, a Juan Garrido y a mí”. Nunca había oído ese nombre.
“Después del verano nos volvimos a encontrar y yo le dije a Juan que estaba enamorado de ella. Salíamos los tres, con otros amigos. Juan era una persona bastante seria, no era tímido, pero solo hacía las cosas después de pensarlo mucho. Entró a trabajar al banco antes que yo y me di cuenta de que Ángela aceptaba salir conmigo para estar cerca de él. Así nomás era la cosa. Me di cuenta que Ángela estaba enamorada de Juan Garrido, no de mí. Nunca se tocaron las manos, nunca se dieron un beso, pero para ella fue el amor de su vida. ¿Porqué? Eso lo sabe ella y nadie más. Hablé otra vez con Juan. Seriamente. Le dije que estaba dispuesto a renunciar a Ángela para que fueran felices, para que por lo menos dos de nosotros, ellos dos, fueran felices. Me dio un abrazo muy apretado, me agradeció esa muestra de amistad, pero me aseguró que Ángela no era la mujer que él andaba buscando para casarse. Si de mí depende, dijo, tienes el camino libre con ella. Poco tiempo después nos pusimos de novios y nos casamos”.
Mi padre caminaba lentamente frente a mí, enorme en la oscuridad del patio, hablando cabizbajo. “Trabajábamos en secciones distintas en el banco, pero un par de veces por semana almorzábamos juntos. Juan tuvo algo con una mujer casada, nunca fue muy claro al respecto, puede que haya sido la mujer de un colega, no sé. Pasaron los años y mientras ustedes crecían Ángela se fue haciendo más frágil, quiero decir anímicamente, más delicada. Yo no sé si alguna vez se vieron, Ángela y Juan, en secreto. Lo dudo, pero ella vivió soñando con esa relación imposible, eso sí que lo sé muy bien, y eso la fue consumiendo por dentro. Ella tenía tendencia a hundirse en su propio mundo desde antes, desde chica, y no fue mala madre, tú sabes que fue una madre maravillosa, pero se iba hundiendo y yo no podía hacer nada para ayudarla. Nadie podía hacer nada. Nunca hablamos de eso. Yo respeté su silencio y ella me respetó como marido. Hasta la muerte de Juan. Entonces ella despertó”.
Mi padre comenzó a agitarse y me vi obligado a ponerme de pie para seguir escuchándolo. “Juan estaba en política y dejamos de vernos. Él cortó la amistad, no yo. No sé hasta qué punto estaba comprometido, pero después del golpe solía faltar al trabajo y al final lo echaron. Una noche llamó a la casa y atendió Ángela. ¡Nunca debió hacer eso! ¡Debió llamarme a la oficina! Nunca podré olvidar la palidez de Ángela cuando me pasó el teléfono. Juan necesitaba ayuda, algo de plata para viajar, todos teníamos miedo, por suerte ustedes ya estaban durmiendo esa noche. Jamás me hubiera negado, jamás. Hicimos una cita para las siete de la mañana, cerca del terminal de buses. Esa noche la pasé en vela, pensando en el peligro al que me exponía ayudando a Juan, incluso llegué a pensar en no ir a encontrarme con él, pensando en ustedes, en la familia, pero jamás me hubiera perdonado dejarlo en la estacada. Ángela no dijo una sola palabra. Me eché a su lado en la cama y nos quedamos ahí, cada uno vuelto hacia su lado, con los ojos abiertos, unidos de manera espantosa por Juan Garrido, que estaría pasando frío y miedo en algún lugar, esperando que amaneciera para encontrarse conmigo”.
“Se había cambiado el corte de pelo y llevaba ropa barata, pero lo reconocí de inmediato. Tal como habíamos acordado, nos detuvimos a esperar el verde de un semáforo, se apegó a mí y le entregué el fajo de billetes por lo bajo. Gracias hermano, dijo, y se me adelantó cruzando la calle. Me detuve a comprar el diario y cuando levanté la cabeza ya había desaparecido. Lo último que tengo de él es el roce de su mano helada, agarrando el dinero, y su voz, apenas un murmullo, gracias hermano. La noticia de su muerte apareció en la televisión, poco más tarde. Un anuncio cínico, de los típicos, Juan Garrido, subversivo muerto en un enfrentamiento, bla bla bla. Vi la foto de Juan en la tele a la hora de almuerzo, con otros colegas, y nadie dijo una sola palabra. Estábamos todos muertos, ésa es la verdad, estábamos todos muertos. Eso fue el viernes. El sábado fuimos a hacer la compra al supermercado y me di cuenta que Ángela estaba mal, me di cuenta de que ya sabía la noticia. Hablaba sola y comenzó a llenar el carro de papel higiénico, más de veinte rollos de papel higiénico, y cuando le llamé la atención, me dio una mirada sin fuerzas, se le cayó la mandíbula y tuve que abrazarla para que no se desmayara”.
Entonces dejé de escucharlo. Esa sombra que era mi padre seguía hablando, acercándose a la hora en que mi madre le gritó asesino, pero yo no necesitaba oír más. Lo tenía todo bien estudiado y calculado, el cabrón. ¿No era perfecta, su historia? Mi madre lo había acusado injustamente de la muerte de su primer, verdadero amor, cuando él lo único que hizo fue intentar ayudarlo, a riesgo de su propia vida. Mi madre, Ángela, la frágil tuberculosa mental, cada día más débil a causa de su pasión no consumada, incapaz de soportar la muerte de su amado, le había achacado ese crimen, a él que la amaba por encima de todas las cosas, a él que nos alimentaba y sostenía.
Ahora mi padre era una sombra que sollozaba contra la muralla. “Se perdió, se perdió” gemía entre dientes, “se perdió todo”. Bebí un par de sorbos de pisco empinándome la botella, entré en la cocina y sin necesidad de encender la luz encontré un pedazo de pan. ¿Por qué no bajaba mi madre y nos preguntaba, simplemente, “¿qué hacen ustedes ahí en esta oscuridad? Mejor vayan a acostarse”. El pan de esa panera era el de mi mamá, no existe otro con ese sabor, en ningún lugar del mundo. Oí los pasos de mi padre sobre los cristales rotos y le di la espalda. “No te creo” dije con la boca llena: “no te creo nada”.
El pequeño vestíbulo estaba más frío que el patio. Dejé el poncho de vicuña en la percha, me puse la chaqueta y lo esperé a que saliera del lavabo. A él tampoco se le ocurrió encender la luz. Parecía sereno. “No tengo nada más que decirte”, murmuró. Se movió hacia la escalera y me afirmé contra la pared, cruzado de brazos. Subió tres peldaños. “Cierra bien cuando salgas” dijo y siguió hacia arriba, hasta que dejaron de sonar sus pasos.