Anoche no me costó nada quedarme dormido. Me dejé caer. Al alba me despertó un rumor imposible de identificar, semejante al berrido de cien camellos. Quizás un camión en el callejón trasero. Ya sudo menos durante el sueño, ya no me derrito en sueños, espero que signifique que dejé de tener fiebre. Orino oscuro, pero eso se debe al té, a los litros de té a la menta que vengo bebiendo desde hace semanas. Alarma en cero.
Amsterdam. Digamos, podía enfocar cualquier cosa con la cámara, pero a ojo desnudo no había forma de que viera una imagen limpia y controlable. Creo que tomaba hasta cinco rollos de fotos al día sólo para evitar el desastre de cerrar los ojos y encontrarme con paisajes torcidos y figuraciones de un delirium tremens: injertos danzantes de bicicleta y estatua ecuestre, hileras de niñitas con barba y gorra de béisbol, minuteros que iban dando el minuto con gongs de opereta, boxeadores trotando por los canales congelados. Deambulaba por Amsterdam asustado de mí mismo, lisergizado sin necesidad de otra química que la de mi propio miedo. Lo complicado llegaba a la hora de dormir, con la tentación de perderme por algún pasillo oscuro, convertido en un boxeador ruso, perderme para siempre. Mi madre se me aparecía en las calles de noche y agitaba los brazos desde lejos, suavemente, como un molino en el campo, “detente, detente” me decían esos brazos.
En una esquina de la que no recuerdo sus calles hay una casa estrecha, de cuatro pisos, que me aterraba especialmente: está torcida e inclinada pero no termina por venirse abajo, tampoco se endereza, y se refleja doblemente descuadernada en el agua del canal. Yo no quería pasar nunca más por esa esquina, pero fatalmente, como si ese punto de la ciudad me persiguiera, cada día me encontraba parado frente a la casa inclinada, respirando con dificultad, haciéndome daño con preguntas inútiles.
Una noche vi a una mujer asomada a una de las ventanas de la casa inclinada y la imaginé afirmándose en la pared para no deslizarse por el suelo. ¿Cómo podía alguien vivir en esas habitaciones desniveladas? Amsterdam está construida sobre un pantano, me decía yo, y nos vamos a hundir todos en cualquier momento, si me quedo dormido seguro que mañana ya no hay nada, sólo fango y ramas podridas, Amsterdam convertida en una Atlántida negra, ahogada en inmundicia.
Por allí cerca está De Walem, un café restaurante donde se reúnen jóvenes de aspecto pulcro y bisexual, atendido por otros tantos jóvenes y muchachas de aspecto pulcro y bisexual. Siempre encontraba libre una de las mesas que dan a la calle y me tranquilizaba mirando pasar a la gente, la luz sobre el canal y los edificios de ladrillo. Nunca supe el nombre del camarero de pelo engominado que me atendía, atento al temblor de mis manos. Alles goed? me preguntaba invariablemente con su voz melosa. Ja, alles goed respondía yo y me bebía mi café cortado, mi ginebra vieja.
Fue en De Walem donde reuní fuerzas para enfrentar la cruda realidad: me vi a mí mismo como un corazón diminuto, el de una paloma por ejemplo, recién arrancado de un pecho, palpitando en el suelo. Había gente a mi alrededor, observando ese fenómeno extraño pero natural, un corazoncillo que palpita todavía un rato, un extranjero que ha perdido la orientación y confunde las cosas. No creo haber gritado, o mejor dicho, no creo haber abierto la boca. Después tuve un momento de oscuridad en pleno día, un momento de desaparición, sentado ante el ventanal del café.
Cuando recobré los sentidos me encontraba en un bar de la estación de Bruselas, empinándome un Juanito Caminante sin hielo. “Ah” me dije, “veo que has venido a ver a Louise”. Creo que incluso logré reírme un poco. Llamé desde una cabina. Louise se había torcido un tobillo y no estaba en las oficinas del canal. La llamé a su casa.
"Tengo licencia médica por una semana", dijo, "necesito descansar". No, prefería no recibirme. Eso fue todo.
En el tren de regreso a Amsterdam se hizo de noche y el paisaje plano, las siluetas negras de los árboles y los pueblos, las manchas en el cielo, los destellos de luces, entraban por mis pupilas sin llegar a ninguna parte. Por supuesto que había sido una estupidez ir a Bruselas, traicionando así el pacto de distanciamiento con Louise Armand. Ahora deseaba que el tren no se detuviera en las próximas estaciones, que mantuviera su velocidad de vértigo durante toda la noche, y el día próximo, y la noche siguiente y así hasta la disolución. Por momentos me imaginaba llegando a la estación de Concepción, a primeras horas de la mañana, caminando por Barros Arana hasta la esquina de Rengo, para mirar por alguna ventana a mi padre en su oficina. "Estoy helado", pensé, "me estoy helando". En momentos así suele aparecer un enviado de los dioses que le hace a uno una pregunta trivial, sobre la próxima estación, el clima, pero en aquel tren, llegando a la frontera entre Bélgica y Holanda, nadie vino en mi ayuda. "Estoy helado", me repetía, "voy a ciento cincuenta kilómetros por hora y me estoy congelando", pero de pronto comenzó a invadirme una calma azulina, una serenidad proveniente de los campos ennegrecidos, de la tierra empapada de agua donde las vías férreas eran apenas una raya de acero. Me toqué el pecho suavemente. En el compartimiento viajaban otras tres personas y las observé con cuidado.
“Estos son seres humanos hechos y derechos” me dije, admirando la manera en que cada uno se ocupaba de lo suyo: la mujer con el pelo un poco sucio pelaba una manzana, el señor de pies enormes hojeaba un libro de tapas granates, el hombre gordo a su lado miraba hacia el techo, pestañeando serenamente. De todas esas personas emanaba una acogedora tibieza. La mujer se metió un trozo de manzana a la boca y masticaba con una leve sonrisa, con el cortaplumas y el resto de la fruta en el regazo. El hombre del libro llevaba calcetines oscuros, con rombos grises. ¿Cuál era el secreto de esos comportamientos anodinos y perfectos? “Ellos no se hacen preguntas idiotas”, me dije. Incluso el gordo pensativo, que no sacaba la mirada del techo, parecía una persona en paz consigo misma. “¿Y tú, por qué no habrías de contentarte con lo que eres?” me pregunté, mirándome la mano como si fuera un espejo, “¿no eres acaso un fotógrafo decente?”.
Quizás se trate de una forma diferente de locura, creer que uno es dueño de una identidad precisa, pero lo cierto es que decirme esas palabras, en aquel momento, compartiendo los asientos del tren con tres desconocidos, me hizo invulnerable. Saqué una cámara de la bolsa, desmonté su lente y comencé a limpiarlo con el pañito. Me llevé el lente al oído e hice girar la rosca de las aperturas de diafragma, punto por punto, disfrutando del leve clac clac del 2.8, el 4, el 5.6. La mujer de la manzana me dio una mirada aprobatoria y pensé que haría algún comentario. “Es que soy fotógrafo”, le hubiera contestado, pero ella guardó su cortaplumas y se dedicó a escarbarse los dientes con la uña del meñique. Repuse el lente y saqué la otra cámara, de la que abrí la tapa trasera, para limpiar el rectángulo donde reposa la película. La mujer me hizo una especie de guiño, al que respondí con un cordial sacudón de cabeza. Me invadió una desconocida sensación de alivio, de reconciliación con el mundo y conmigo mismo: uno leía, otro meditaba, la tercera se aseaba la boca, el cuarto le daba brillo a mis instrumentos de trabajo. Era todo tan sencillo, tan real, que bostecé con toda el alma. El tren cruzaba los campos y los pueblos a velocidad de vértigo y allí, en ese compartimiento de tren, viajaban cuatro personas normales; una de las cuatro era yo mismo.
Me duele el estómago y no me abandona la sensación de ingravidez, de estar a punto de ser arrastrado por el aire como una pluma. Me causan escalofríos las formas inciertas que se mueven entre los arbustos y los cables del tendido eléctrico, la silueta del arco de cemento que señala la entrada al pueblo, los gritos de una madre en un patio. Quisiera estar lejos de aquí, en un lugar seguro y mensurable, envuelto en una frazada de olor familiar, me duele el estómago pero no consigo vomitar, “quisiera” no dice nada, me paseo unos metros por la habitación y el dolor cede un poco. El verdaderor remedio: llenar cuadernos con mi letra de buen alumno de castellano, hacer memoria, encender tres velas, volver a Amsterdam doblado sobre esta mesita.
El Catharijne era un lugar amable, como suelen serlo muchos cafés amsterdamitas, tibio en invierno, fresco y aireado en verano. Sus ventanales, con el nombre del local pintado en los cristales y un alféizar donde se acumulaban revistas y periódicos, daban a una calle concurrida. Había otras ventanas que miraban hacia un callejón lateral y recibían menos luz, con un par de mesas semiocultas por un estante de madera, y detrás de la barra reinaban Dick y Mieke – conocidos por los hispanohablantes como Diquimique -, la pareja de propietarios. Al Catharijne entraban principalmente extranjeros, latinoamericanos y europeos del sur, y los dueños parecían conformes con su clientela. Dick hablaba algo de español y según contaban tuvo alguna vez un bar o café en la costa mediterránea. El rumor era que había estado preso en Alicante, por el asesinato de su ex esposa, pero según Pecos se trataba de una historia que el mismo Dick se encargaba de mantener viva, para darse ínfulas. Mieke tenía una cara redonda, risueña, y después de verte una semana por el local ya te saludaba por tu nombre.
Reinaba allí un aire hogareño que me sedujo de inmediato, con una mami Mieke que no le preguntaba a nadie dónde había estado o adónde se iba al despedirse, pero siempre dispuesta a escuchar los sinsabores de una joven que apenas movía los labios o las reflexiones de un hombre que estaba esperando los papeles para traer a sus hijos desde Egipto, con un papi Dick que sabía cómo tratar a los que se pasaban de trago, trasladar cajas de cerveza silbando, invitar a una ronda cuando alguien cumplía años.
Oí hablar del Catharijne sentado a una mesa, en otro café.
“Tienen cerveza mexicana y todo”, decía alguien a mis espaldas, “cómo no, tienen Coronita y todo, es cosa de acercarse y pedir nomás”. No me volví a mirar a los que conversaban. “¿Y tienen Paceña, la venden?”. “Así nomás pues, paceñita también, cajas y cajas, ¡para darle hasta caerse muerto!”.
Eran dos voces jóvenes, hablaban como borrachos aficionados y supuse que el Catharijne sería un tugurio de marineros en el Barrio Rojo. Un par de días más tarde, en un vagabundeo de atardecer, me encontré ante sus ventanales y entré a tomar algo, para ver de qué se trataba.
En las mesas detrás del estante de madera parloteaba un grupo de latinoamericanos sonrientes, gente joven alrededor de un tipo de unos cuarenta años, de pelo gris bien peinado. Me senté a la barra y la mujer dejó la revista que estaba hojeando para atenderme, en holandés. Pedí una Paceña, que apenas costaba un poco más que la cerveza local. En otra mesa bebían tres mujeres ceñudas, con un perro echado de manera que las tres podían tocarlo con los pies.
“Mieke, señora linda” dijo alguien a mi lado en castellano de barrio santiaguino: “póngame otro Juanito Caminante para Zambrano y cuatro cañitas para el pueblo”.
Fue la primera vez que oí llamar así al whisky Johnnie Walker y desde entonces he hecho creer a muchos que fue un invento mío. Era un muchacho flaco, de aire exageradamente cordial, y cuando cruzamos la mirada me saludó con un levantamiento de cejas. La mujer, que ahora yo sabía que se llamaba Mieke, sirvió el pedido con sus manos blancas llenas de anillos y pulseras, moviendo los hombros al compás de la música que sonaba sin estridencia, canciones de supermercado.
“¡Oye Gonza!”, llegó una voz de mujer desde la mesa, “¿dónde dijiste que quedaba la zapatería esa que dijiste?”.
Gonza puso cara de asombro y buscó apoyo en mí, que bebía mi Paceña a sorbitos. “Las güevás que pueden preguntar las minas”, comentó en voz baja.
Mieke puso los botellines y vasos en una bandeja de hojalata y el tal Gonza me dio una mirada de arriba abajo, sin perder la cordialidad.
“¿Chileno?”, preguntó. Asentí con un cabezazo.
“Nos reconoceríamos hasta en el cielo” dijo Gonza, mirando a Mieke, que anotaba el pedido en su cuaderno.
Me senté en una mesa junto al ventanal, lejos del grupo de chilenos, y me dejé llevar por la manera melancólica en que suele anochecer en Amsterdam en los meses menos fríos. La luz natural demora mucho en acabarse y los transeúntes se mueven con más lentitud que a media tarde, el cielo se va haciendo espeso y las luces de los escaparates, de los vehículos, cada minuto más brillantes, hasta dejar los cuerpos convertidos en siluetas que van y vienen con sus maletines, bolsas y mochilas, cada una rumbo a algún lugar que sólo ellas conocen. En un tercer piso se enciende una lámpara, en otra ventana aparece y desaparece una mujer negra con el pelo anaranjado, un ciclista frena bruscamente para no arrollar a tres niños que cruzan la bocacalle riendo a gritos.
Comencé a pasar por el Catharijne después del trabajo y en invierno probé la sopa de arvejas que cocinaba Mieke, en verano el gazpacho que preparaba Dick. En el baño había una verdadera ensalada de graffiti en español: “muera el roto Kezada”, “en este lugar sagrado lo tengo parado”, “me carga la Jane Fonda”, “cambio cien florines por cien mil bolívares”, “Pamela te quiero con lírica”. Siempre me dije que sería buena idea hacer una serie de fotos de los grafitti de los baños, pero nunca la hice. Tuve largas conversaciones con personas de las que no recuerdo siquiera su nombre, apenas algunos acentos caribeños, andinos o andaluces, una noche tropecé con una pareja que fornicaba en el rincón entre las puertas de los baños, a ella se le veían las suelas mojadas de las botas. Hubo tardes en que pasé horas en el Catharijne, escuchando la música de supermercado de Mieke, hojeando revistas, y fui feliz de una manera suave, casi clandestina. Allí conocí también a Pecos del Perú.
No he escrito una sóla letra en los últimos dos días. Por aquí no es cosa de acercarse a una ventanilla y comprar un pasaje. Hay que saber esperar, sentarse a esperar en el lugar adecuado hasta que alguien se acerque y te diga “a tal o cual hora sale un taxi para tal o cual pueblo” o “el camión de Abdula está por partir, espéralo a la salida del pueblo, allí donde están jugando los niños”. Hago esfuerzos para no dejarme vencer por el agotamiento, las breves alucinaciones que me hacen confundir las voces en dialecto local con la de mi hermano Teófilo, de mi madre entrando por la puerta de la cocina. Me he descubierto hablando solo, pero nadie parece extrañarse, y me trago sin problemas la vergüenza. Le hablo a Teófilo, que pasa raudo entre las motocicletas y los burros, a Pecos del Perú que fuma en una mesa bajo un toldo polvoriento, mirando los remolinos de arena. Las horas de sueño me devuelven las fuerzas y observo bien a la gente, en el terminal de taxis, en el mercado, pero nadie parece reparar en mí. Eso no es verdad. Cada vieja, cada chiquillo de este páramo sabe exactamente quién soy y si me tratan con indiferencia es porque ya entendieron que no me pueden sacar nada, que cada día que pasa, cada comida que pago, me deja más cerca de una pobreza peor que la de ellos. ¡Allá va Pecos!, con una rueda de bicicleta en la mano. ¿Deliro? Por supuesto que deliro.
Pecos es limeño pero vivió muchos años en el Cuzco, y nos hicimos amigos cuando supo que yo era fotógrafo y me habló de Ansel Adams, el creador del zone system para lograr negativos perfectos en blanco y negro. Llegué a tener entre mis pertenencias un manual del ZS, pero jamás intenté aplicarlo: Ansel Adams quería hacer arte, en Amsterdam yo solamente pretendía ganarme la vida con mis cámaras. Pecos no estaba de acuerdo conmigo, me reprochaba que perdiera mi supuesto talento disparando a cualquier cosa que me encargaran, sin aspirar a la trascendencia.
"¡Tienes que saber que en la fotografía hay maestros!", me gritoneaba en el Catharijne, "y si los estudias vas a ver que ganas mucho, tus fotos van a levantar en valor estético, tu ojo va a saber mejor cómo agregar un poquito de gracia a este mundo infame". Pecos me regaló una postal de un autorretrato de Martín Chambi, ése donde está de perfil, en traje y corbata, observando una placa de vidrio donde se distingue el negativo (quiero creer) del mismo autorretrato.
"Si algún día vas por el Cuzco no me nombres", dijo, "ahí ya nadie quiere saber nada de mí, llegas y pasas por el negocito de fotografía de los Chambi, creo que todavía lo atiende su hija Julia, y convérsale tranquilo. Dile que admiras a su padre, dile que eres historiador del arte o algo por el estilo y capaz que te cuente cosas maravillosas de don Martín, el cuzqueño universal Martín Chambi".
Nunca fui al Cuzco, pero Armando Toledo, Pecos del Perú, es la única persona que no me ha perdido la pista hasta ahora y quizás todo este esfuerzo de escribir y contar lo tenga a él como destinatario. No creo que le importara mucho. Me he soñado reseco, como una momia o la piel de un camello viejo, y mi mano derecha armada con su lápiz BIC, la puedo ver, corre por la página y detrás suyo, reglón a reglón, se van cerrando las frases.
Pecos llegó a Holanda del brazo de una estudiante de antropología, Sandrine Hoekstra, que había ido al Cuzco a recopilar datos sobre las comunidades andinas para su tesina de licenciatura, y vivieron varios años cerca de Leiden, en una casita, que según me la describió, era igual a las que aparecen en las ilustraciones de los cuentos infantiles, con postigos pintados de azul y chimenea de piedra. Tuvieron un hijo que ahora debe tener unos seis años y apartaron sus vidas cuando la holandesa, ya profesional, se reencontró con un ex enamorado y se reenamoró de él. Lo más humillante, según Pecos, fue que ella le pidió que cuidara al niño mientras se iba con el otro a un lugar secreto, por tres semanas, “para saber qué pasaba realmente entre ellos”. El niño se quedó con sus abuelos maternos y Pecos se despidió llorando de la casita de cuento infantil, para irse a vivir a Amsterdam, donde prácticamente no conocía a nadie. Un par de meses más tarde consiguió un trabajo menor en un geriátrico y dos habitaciones para vivir en lo que alguna vez fue una escuela técnica y ahora era un muy bien organizado kraakpand que albergaba a más de treinta personas, entre ellas algunas que vi con mis propios ojos, como el colectivo de pintores neorrealistas apocalípticos y un chino diminuto, profesor de tai chi, y otras de las que supe por Pecos: una familia de refugiados kurdos, un reparador de bicicletas llamado Tim, tres monjes budistas holandeses.
Se me escapa el día en que conocí a Pecos, pero fue en el Catharijne, donde se le tenía por un hombre de costumbres algo extravagantes.
“Es de los que van a pasar el domingo al Rijksmuseum” decían de él, con una especie de reverencia burlona. Alguna vez lo vi conversando con el patriarca de los chilenos, el gordo Zambrano, pero lo habitual en él era leer el periódico en un rincón, disimular su soledad concentrado en el periódico.
“¿Es cierto que pasas los domingos en los museos?”, le pregunté. Se encogió de hombros. “Se puede estar allí toda la tarde, por menos precio que una entrada al cine, qué quieres que te diga”.
Más adelante, cuando ya podíamos considerarnos amigos, me contó que su padre había sido profesor de historia del arte y que en su casa, en Lima, había visto desde pequeño reproducciones de obras de Rembrandt, Hals y Vermeer, y que saber que algunos originales de esas obras estaban allí, en el enorme edificio del Rijksmuseum, le producía una sensación incómoda, “como si mi verdadera casa fuera el museo, y la otra de mi infancia una reproducción”. Un domingo de lluvia lo acompañé por las enormes salas y lo vi detenerse, cruzado de brazos, ante el pequeño cuadro Calle de Delft de Vermeer. Pecos miraba el cuadro y yo lo miraba a él. ¿Qué estaba viendo en esa casita de ladrillos del siglo diecisiete?
“Fíjate en las dos figuras, abajo en el suelo”, me pidió con voz sigilosa. Me acerqué al cuadro y me pregunté si serían dos niños o dos perros. “Vermeer no era realista” murmuró Pecos, “era fotográfico”.
Como en tantas cosas, he sido torpe en mi amistad con Pecos del Perú. ¿Qué quiso decir con esa frase críptica sobre Vermeer? Por timidez o simple tontería no se lo pregunté, y hoy me gustaría, me gustaría mucho saberlo. Sé que ese tipo de comentarios eran su manera de echarme miga al suelo, para despertar mi supuesto apetito de conocimientos, pero yo no picaba. Los bobos del Catharijne decían que era un extravagante, porque le interesaba un mundo algo más abstracto que la suerte del Ajax, y yo, pobre ave, apenas me permití aprender un par de cosas de lo mucho que el peruano llevaba consigo y quería compartir. Ah, amigo mío, esta tarde te echo de menos con una tristeza que nada puede curar y mi único consuelo es escribir hasta el agotamiento.