Capítulo ‘Días y Noches en la Isla de Bonaire III’

Despertó balbuceando en la oscuridad. Primero había visto una jaula en medio del arenal, luego a ellas que formaban un círculo a su alrededor, las había visto a través de los barrotes acolchados. Eran siete enanas exactamente iguales.

Habían comenzado a girar sincronizadamente sin quitarle los ojos de encima y comprendió que se trataba del preámbulo de un interrogatorio. Sacudió los barrotes, intentó colarse entre ellos, buscó inútilmente el cerrojo, mordió, rebotó como una pelota gruñendo de pánico.

Ellas esperaron hasta que cayera de rodillas y entonces giraron hacia la derecha dando saltitos de costado como escolares en una clase de gimnasia, se detuvieron de golpe y seis se cubrieron el rostro con una mano. La séptima lo obligó a torcer el cuello para escucharla.

- ¿Porqué sigue usted escribiendo cuando le ordenamos con toda claridad que dejara de hacerlo?

Ramiro Celva reconoció la voz de inmediato y sintió que la boca se le llenaba de saliva. Quiso gritarle algo como “no me asustas, fantasma de mierda”, pero lo único que consiguió fue hacer unas gárgaras y sentir cómo la saliva le mojaba el pecho.

- ¿O cree usted que estamos bromeando?

Agarrado a los barrotes las vio girar en sentido contrario, con sus ojillos de cerdo fijos en los suyos. Más allá, entre las dunas, jugaban unos niños con un volantín de larga cola. Se cubrió violentamente las orejas, pero siguió oyendo sus voces.

- ¿Hasta cuándo juega usted al inventor de vidas?
- ¿Se cree usted algo así como dios?

Sus risas eran peores que sus palabras. Los niños habían desaparecido del horizonte y ahora solamente podía ver una extensión interminable de arenas endurecidas por el sol. Las risas de las siete enanas lo avergonzaban profundamente. Quiso levantar la cabeza, enfrentarlas, pero la saliva seguía llenándole la boca, escurriéndose entre sus labios y ellas se burlaban: “baboso” le decían, “mocoso insolente”.

Giraron hacia la izquierda dando palmadas, le dieron la espalda, se bajaron los calzones y le hablaron por los agujeros de sus rosados culos.

- Mire pequeño...
- No estamos para bromas...
- Abandone esa biografía apócrifa...
- Viva su propia vida...
- O le haremos daño...
- Está advertido.
- Salud.

Despertó jadeando en la oscuridad. Se incorporó en la cama y tragó saliva. “No es eso” murmuró, “yo... yo tengo mi vida”. Oía el rumor de su propia respiración. Apoyó la espalda en la frescura de la pared, pero las sentía a las siete en la penumbra, rodeando la cama. Se abrazó las rodillas contra el pecho. “No estoy inventando nada... no hay biografía falsa... Ramón Cáceres soy yo”. Invisibles, regordetas, le hicieron llegar una risita burlona multiplicada por siete. “Ramón Cáceres soy yo”, repitió con firmeza: “no estoy inventando nada”.

Se mantuvo expectante, pero no oyó réplica. Creyó que podría seguir durmiendo. No mentía. Todo lo que Ramón Cáceres sentía lo sentía él mismo en su propio cuerpo, todo lo que Ramón pensaba lo pensaba él con su propia cabeza. “Así es la cosa” suspiró, “tal cual”.

Se extendió en la cama y para serenarse puso atención al ruido de las olas. No consiguió oírlas. Seguramente la brisa nocturna corría en otra dirección. “El rumor de las olas se va en dirección extraña” dijo a media voz y contó las sílabas de la frase: casi un alejandrino. Hizo ejercicios respiratorios de relajación. Se preguntó si después de dormir recordaría los colores de la jaula, el cielo, la ropa de las enanans. Tal vez debería anotar todo eso ahora mismo, pero no, lo que necesitaba era dormir, descansar.

Despertó parloteando en la oscuridad. Si Ramón Cáceres era él mismo y la novela de su vida la novela de su propia vida: ¿quiénes eran entonces Viviana, Henk, Sara, Joaquín Quevedo, su propia madre? Se sentó al borde la cama escuchando las olas de su sangre en la cabeza. ¿Quién era entonces Ramiro Celva?

Las voces de las enanas parecían saberlo mejor que nadie.

- Ramirito es un señor que se ha hecho adulto viviendo de prestado – dijo una.
- Explícate, patosa – pidió otra.
- Viviendo de prestado la vida de un selecto elenco de personalidades del Reino de la Literatura.
- Ah sí, por supuesto – intervino una tercera –, ora fue Traveler, ora Fausto, ora Hércules Poirot...
- ¡La Lozana Andaluza!
- Un poquito de esto, un poquito de aquello.
- Ramiro Celva es un hombre que nunca tuvo una existencia que pudiera llamar con pureza su propia existencia.
- Nunca. Ni la tuvo ni la tendrá.
- ¡Incluso en el amor! Cierto. Vamos a ver: ¿qué le sucedió cuando Viviana Hormazábal apareció en su vida?
- Dilo tú misma.
- Ramirito se sintió enamorado, pero no como un sencillo profesor de su alumna más culta, ¡no! Ramirito se sintió como H.H.
- Y ni siquiera era capaz de distinguir al Humbert del libro al de la película.
- Penoso, patético.
- ¿Y ahora?
- Ahora lo que pretende es hacernos creer que es otro personaje literario, ahora uno hecho a su medida, Ramón Cáceres ¡Ta taaaan!
- Siempre el mismo, este Ramiro Celva: primero de prestado, ahora de original, pero siempre en el Reino de la Fantasía, jamás en la vida real.

Cruzó en puntas de pies hacia el cuarto de trabajo  y cerró la puerta a sus espaldas. “A callar, hijas de puta”, les había dicho y ellas, tal vez intimidadas por la firmeza de su voz, habían suspendido el irritante cotorreo. Se paseó por el estrecho espacio, con las luces apagadas. Eran casi las tres de la madrugada. Necesitaba serenarse.

- Ahora claro, Ramirito... – las enanas quisieron retomar el hilo de su diálogo insidioso.
- ¡No me llamen Ramirito! – masculló dando una patada en el suelo - ¡Todo lo que han dicho es cierto! De acuerdo, pero se trata de un problema que no tiene solución. ¡No tiene salida! ¿Es que no se dan cuenta?

Ellas guardaron silencio.

- ¿Cómo voy a evitar que todo lo que he leído sea parte de mi vida? ¿De mi experiencia? – echó los brazos al aire - ¡Es parte de mi experiencia! Cada situación que vivo con mi cuerpo la vivo también con mi mente – se dio tres coscorrones -. ¡No puede ser de otra manera! Mi cerebro está lleno de personajes literarios. ¡He leído!, sí, lo confieso... soy un hombre culto.
- Pobrecito – se burlaron ellas.
- Más te valiera ser un bruto, un tarado del montón ¿eh? Así podrías vivir algo por tu propia cuenta.
- Tanto saber acumulado es peor que la cicuta.

Ramiro Ceva se dejó caer en el sillón y asumió una postura trágica, cubriéndose el rostro con las manos. Todo esto podría llevarlo a la insanía, estaba seguro. Encendió las dos lámparas y fue a la cocina a buscar un vaso de gaseosa con hielo. Entreabrió la puerta al patio y oyó el rumor del mar.

- ¿Qué se proponen ustedes, exactamente? – preguntó, con un ligero escalofrío.

Las enanas no respondieron, pero seguían allí, parecían estar jugando a la payaya, sentadas en la arena en un círculo muy apretado, dándole ostensiblemente la espalda.

Ramiro Celva se encerró en el escritorio y tomó un par de decisiones inmediatas, rotundas. ¿Insinuaban que su propia persona era Ramón Cáceres? Muy bien, no entraría en disquisiciones baratas y sólo tenía una respuesta: escribir la novela. ¿Que le ordenaban abandonarla? Muy bien: la terminaría. Bebió un largo trago de gaseosa y fue como si hubiera bebido no cicuta sino una pócima rejuvenecedora.

- No me verán dormir – canturreó encendiendo la computadora –. No volveré a dormir hasta que ponga el punto final. ¡Óiganlo bien, pajarracas! ¡Hasta que ponga el punto final!

Ricardo Cuadros.