Capítulo ‘Nomar Nomar’

A medida que avanzaba el verano el departamento se le iba haciendo más pequeño. Hacia las nueve de la noche todavía quedaban vestigios de luz diurna, en el patio se oía el rumor de los vecinos y del follaje mecido por la brisa y el cansancio de las horas de trabajo se le acumulaba en el cuello produciéndole un desgano que lo hacía imaginarse como un buey recién desyugado.

“Demasiado temprano para irse dormir, demasiado tarde para salir a ninguna parte” concluyó hundido en el sofá, oyendo a Satie, sintiendo cómo las paredes de la sala habían perdido otros centímetros de amplitud en el curso del día. “Es cosa tuya, hombre”, se dijo semi dormido: “todo esto sigue igual que antes, eres tú el que necesita largarse a otra parte por un tiempo”.

- Italia - murmuró al ritmo de Satie - dulce...

Despertó temprano y bajó a comprar pan fresco, el Volkskrant, frió dos huevos y desayunó hojeando el diario como si entendiera lo que leía. Había decidido perfeccionar su holandés y el método que había inventado era simple: deletrear de corrido artículos de prensa sin preocuparse de entender todo lo que leía, tampoco de pronunciar correctamente; murmurar las frases como si estuviera rezando en sánscrito. ¿Qué método podía haber en eso? La constancia hace al maestro, se decía Ramón lleno de fe. Masticando pan con huevo logró descifrar el informe del tiempo. ‘Bien, maestro, bien: ahora ya sabes que puede que llueva y puede que no, bien’.

Según Zambrano no tenía para qué esforzarse en el aprendizaje de un idioma que combina la complicación formal con el uso restringido.

- ¿Cuántos millones de personas hablan holandés en el planeta? - pontificaba inflando el pecho -. Tú por lo demás hablas castellano e inglés, ¡los dos idiomas que cuentan! ¡Los únicos que cuenta hoy en Occidente! Si vivieras en alguna provincia, tal vez, pero no en Amsterdam, no vale la pena Ramón, no malgastes tu precioso tiempo. ¿O es que has tenido alguna vez algún problema de comunicación? Si se tratara del mandarín, de acuerdo, incluso del alemán, ¡pero el holandés! Esto más que un idioma es una curiosidad lingüística, por favor. Tú deja de preocuparte ¿quieres?

- No estoy preocupado en absoluto – respondió –. Lo que pasa es que, nada, voy a aprender holandés. ¡Voy a aprender holandés! ¿Oíste? Como si fuera chino.

Se sirvió otra taza de té y reconoció que su afán de aprender holandés era parte de las metas que se había puesto el día y la hora en que Elena había tomado el avión en Schipol, mejor dicho poco más tarde.

La mañana en que Elena partió de Holanda había tenido la intención de ir al aeropuerto, a despedirse de ella, caballero, pero todavía en la cama comprendió que sería incapaz de hacerlo. Intentó juntar fuerzas llamándose “cobarde”, “poco hombre”, “mariconazo”, pero la sola idea del abrazo apurado, la mirada huidiza, el último retazo de su presencia alejándose entre la gente de la mano de Rubén, lo debilitaba hasta la náusea. Fue al baño, intentó vomitar y solo le salió algo de saliva y mocos. Volvió a la cama, se cubrió el rostro con la almohada y esperó, entre despierto y dormido, hasta que llegaron la hora y el minuto del vuelo, las once y veinte de la mañana. Entonces imaginó el avión despegando, ascendiendo por el cielo gris, perdiéndose rumbo al sur del planeta y cuando ya no lo pudo ver, cuando el espacio aéreo holandés quedó libre de Elena, se quitó la almohada de la cara, bostezó estirando los brazos y comenzó a hacer planes para el resto de su vida. Saltó de la cama liviano como un adolescente, se hizo una paja y bajo la ducha enumeró en voz alta los quehaceres que le darían un nuevo sentido a su existencia: leer tres libros por mes partiendo por Señas de identidad de Juan Goytisolo, cocinar de manera más racional y variada con la ayuda de buenos libros de recetas, fumar solamente a partir de las seis de la tarde, comenzar a practicar un deporte adecuado a su carácter, quizás squash, o natación, meditar la posibilidad de reanudar la amistad con Sara y Eduardo, proponerle a Zambrano algún proyecto semejante al Auto Profano y mejorar su holandés.

Revisó las páginas que había traducido el día anterior. Ordenó junto a la máquina las diez que traduciría en las próximas horas. Sacó la cuenta: al ritmo que iba no era un despropósito hacer planes para salir hacia Italia dentro de veinticinco días, hacia el diez de agosto.

- Le has dado tantas vueltas a este viajecto que poco falta para que te parezca imposible.

Bajó a la carrera a revisar el buzón. Había una postal de Henk, despachada en un lugar impronunciable de Escandinavia. Subió a paso lento, intentado descifrar lo escrito en ella. Imaginó a Henk echado junto a un arroyo pedregoso, con el sombrero tirolés torcido en la cabeza, alargando la mano hacia la corriente de cristal. El mensaje estaba en inglés, pero era imposible leer algo más que un par de pronombres y la palabra inhaler que también podría ser inherent o incluso inmoral. “Qué bien” se dijo, “sigue loco”.

- ¡Vamos al Fénix de Alabama!, ¡A trabajar, compadre!

En El Fénix de Alabama J.C. Brice Smith nos deleita con un nuevo fruto del árbol de su talento literario. Sin descuidar detalles, paso a paso, introduce al lector en un mundo donde la lealtad y la generosidad se enfrentan en lucha titánica con las fuerzas del odio y el egoísmo.

Lars Kettek, inmigrante rumano que llegó a Estados Unidos sin otro capital que sus manos, que ha ascendido de la anónima miseria a la riqueza y hoy es propietario de una mega granja avícola y una cadena de tiendas, es el Ave Fénix de nuestra historia.

El conflicto se desata cuando sus dos hijos llegan a la juventud. Guadalupe Kettek, una linda muchachita de veinte primaveras, se enamora perdidamente de Rob Taylor y desea unirse a él en matrimonio, pero enfrenta una dificultad mayor: su apuesto pretendiente es hijo de Andy Taylor, el empresario que ha decidido destruir a Lars Kettek mediante la importación de pollos de Guinea Ecuatorial. Por su parte el joven Charles Kettek, tres años mayor que su hermana, ama y respeta a su padre pero odia visceralmente el comercio con carnes muertas y cada vez que ve su apellido en una valla publicitaria - El Pollo Americano es el Pollo Kettek -, se le cae la cara de vergüenza. Charles es vegetariano y dedica la mayor parte de su tiempo a la práctica del Tai Chi.

- Te salió redondo – se dijo después de releer el fragmento.

Le faltaba la mitad del resumen, para las contratapas. Pensó en salir a estirar las piernas, pero solo soltó el pedo que le enturbiaba el costado izquierdo del vientre y siguió adelante.

Lars Kettek, las sienes ya nevadas, vive solo con su esposa en la mansión del predio avícola. “Te amo, Rosita” murmura al oído de la abnegada chicana, que a pesar de haber crecido en un orfanato ha sabido estar siempre a la altura de las circunstancias y jamás le ha causado una vergüenza a su marido. Lupita está pasando la luna de miel con el joven Taylor en la Cataratas del Niágara y Charles se ha marchado a Europa después de un penoso ciclo de pesadillas en las que invariablemente un ejército de pollos congelados y sin cabeza, marchando con tranco ridículo sobre los muñones de sus patas, le invadía el cerebro entrando por sus fosas nasales.

Lo que le queda a Lars Kettek son deudas, cansancio y melancolía. En la mansión de Andy Taylor todavía se oyen los ecos del baquete matrimonial que marcó su derrota y en las vallas publicitarias ahora reina el ave guineana, disfrazada de “gallina blanda para su mesa”. La mirada perdida en el horizonte, Lars Kettek piensa en el suicidio. Entonces ella, la buena chicana, lo guía de la mano hasta la última pollera y juntos, en un silencio sobrecogedor, asisten al milagro: al calor de las lámparas de 100 wats, el polluelo rompe el cascarón, asoma la delicada cabecita rubia y dice ¡pío!

Es el triunfo de la vida. Lars Kettek, los ojos húmedos de emoción, abraza a su esposa y comprende que gracias a la fuerza del amor él también ha vuelto a nacer.

Traducida simultáneamente al turco, rumano y español, El Fénix de Alabama señala la madurez de nuestra autora, quien ya fuera candidata al premio Pullitzer por su obra anterior, Sonata turbulenta en el sur.

- Te felicito – dijo después de releer el resumen completo.

Bostezó a gusto, se olió el sobaco derecho, fue a beber un vaso de agua. “Siempre me felicito” murmuró, pensando vagamente en Henk con su sombrero tirolés, en los fiordos escandinavos. Cerró la ventana del dormitorio y se echó a dormir un rato.

Charles Kettek parte a Europa y recorre ciudades que la autora denomina graciosamente como París la gastronómica, Atenas la arqueológica, Berlín la dividida, Amsterdam la libertina. Nuestro protagonista vagabundea arrastrando una maleta cada vez más pequeña y vacía sus bolsillos en hoteles de cinco estrellas, restaurantes de lujo, burdeles y piscinas temperadas. Una noche, en los preámbulos del coito con una prostituta senegalesa en París, se pregunta si acaso la verdad de su interés por el Tai Chi no será otra que ponerse al salvo del universo de los pollos congelados. “¿En qué piensas, mi amor?” lo llama la pantera ya desnuda en la cama: “no pienses, mon petite chu chu, viennes ici”. Charles le acaricia la espalda y le pregunta si sabe lo que es el Tai Chi. Ella ríe como debe hacer una buena escort cuando su cliente dice bobadas, lo estimula con sus carnosos labios, no rechista cuando recibe una restallante palmada en  el culo. Charles le hace una demostración de ‘la grulla blanca despliega sus alas’ y la obliga a repetir el lento movimiento de Tai Chi, los dos en pelotas a los pies de la cama, la chica se ha perfumado con esmero pero Charles murmura “hueles a mango podrido” solo para humillarla. Ella imita el ala de la grulla llorando en silencio. Después su cliente le pide que cloquee. La chica ha perdido su glamour, se cubre los pechos con las manos, es una mujer desnuda y asustada, su cliente grita “¡cloquea, cloquea!” y hace un esfuerzo para que de su garganta salga algo como el cloqueo de una gallina. Kettek salta a su alrededor riendo como un enajenado: “¡cloquea, cloquea, cloquea!”.

Entonces sonó el timbre, en el departamento de Ramón Cáceres. Sus dedos quedaron suspensos sobre las teclas de la máquina de escribir y miró aterrado hacia la puerta, como si el corto timbrazo anunciara una catástrofe.

Se levantó de la silla repasando los rostros de quienes podrían venir a llamar a su puerta, a esa hora, habiendo burlado además el filtro de la entrada principal al edificio: una oficiala del Ejército de Salvación con su tarro como un cascabel, un niño perdido, una Elena con las mejillas encendidas y los ojos llorosos, Zambrano con una botella de tinto chileno y carpetas atiborradas de proyectos delirantes, la madre de Henk para avisarle de su fallecimiento en Noruega, la Turquita con una cabeza de cordero cocido en una bandeja, un agente de la secreta pinochetista disfrazado de vendedor de enciclopedias. Avanzó la mano hacia la manilla y todavía tuvo tiempo para imaginar a un mensajero con un telegrama donde su hermana le anunciaba que había ganado la lotería.

Los pequeños ojos negros de Esmeralda, su gesto indolente y cálido, barrieron de un plumazo con todos sus temores y expectativas.

Se quedaron mirando unos segundos en silencio, ambos esperando a que el otro dijera algo, hasta que también juntos soltaron una risa nerviosa y Ramón se retiró del umbral.

- ¿Se puede? – preguntó Esmeralda.

- Sí, se puede – respondió.

Intentó retomar la traducción, con ella en el sofá hojeando el periódico, pero no pudo. Fingió que consultaba diccionarios y tomaba notas. No se veían desde aquella vez en su casa en La Fábrica, en Rotterdam, y sintió que Esmeralda hoy había llegado hasta su puerta para sumarse a todo lo nuevo que se abría ante él desde la hora en que no había ido al aeropuerto. Recordó con ternura su cuerpo bajo el mosquitero, la suavidad de su cuello, sus pezones oscuros, su risa en la oscuridad. La verdad es que desde entonces no había pensado en ella, como si aquella visita a su casa y la noche juntos fueran parte de un sueño cerrado.

Pero aquí estaba, la miró a hurtadillas, este miércoles de verano, esperándolo a que terminara su sesión de trabajo para salir a dar una vuelta por la ciudad. La miró abiertamente, pequeña y fina, inclinada sobre el periódico, el pelo sujeto con un pañuelo verde amarillo, la espalda encorvada, el cigarrillo en la mano izquierda. Esmeralda oyó el silencio de la máquina de escribir y levantó la cabeza.

- ¿Qué estás haciendo aquí? – Ramón se oyó a sí mismo hacer esta pregunta y quiso sonreír para matizarla, pero su rostro permaneció serio. Ella no pareció sorprendida. Respondió sin desviar la mirada.

- Pasaba no más por estos lados y subí a buscarte, sin saber si te iba a encontrar o no. Eso.

- Y por lo visto – Ramón afirmó la voz –, por lo visto me encontraste.

- Eso parece – murmuró ella, levantando la barbilla para soltar el humo hacia el techo.

- ¿Quieres una taza de té?

- Graag.

Esmeralda le contó que había estado con Jos y que se veía muy bien, alegre y cada día más barrigona. “Siempre termino pasando a ver a la Jos” dijo, “me vuelve loca la idea de que tiene un bicho humano creciéndole en la guata”. La voz de Esmeralda le recordaba a Ramón la de su hermana, quizás la de aquella Marcela remota, su vecina precoz.

- ¡Pero no es que yo ande con ganas de tener guagua!

- No, no, no estaba pensando en eso.

- Es que como te pusiste tan serio, de repente.

- ¿Otra gelletita?

- No, bedankt. Oye ¿y te queda mucho para terminar la traducción?

- Poca cosa, poca cosa.

- Lo que es nosotros con el grupo, ¡pura risa! Nos pasamos todos los ensayos cagados de risa. No creo que resulte nada, pero ya, es entretenido por lo menos.

- En mi caso, si no termino y entrego, no como.

- Eres un profesional, como se dice.

- Más o menos, sí. Un traductor profesional. Suena bien.

- Oye, ¿vamos  salir o no?

- ¡Ahora mismo!

Después de la primera ginebra, le contó que había conocido a Jos en este mismo café. Esmeralda hizo un esfuerzo, pero no consiguió recordar cuándo o dónde la había conocido ella. Se había quitado el pañuelo y su pelo enmarcaba su rostro haciéndolo aún más pequeño y frágil.

- Eres bien bonita, tú.

Esmeralda se sonrojó y sus labios temblaron sin alcanzar la sonrisa. Ramón le tomó una mano y se la besó recordando su pie sobre la mesa, aquella noche en La Fábrica.

- No estoy acostumbrada a que me digan leseras – murmuró, retirando la mano.

Esmeralda le contó su vida y Ramón a ella la suya en cinco horas de conversación apenas interrumpida para levantarse a pedir algo más de beber y unas raciones de bitter ballen. Ella había nacido en La Serena, al norte de Chile, y estaba en Holanda desde marzo de mil novecientos setenta y cinco, después de pasar tres meses en Buenos Aires, escondida en un departamento de las afueras con dos de sus hermanos y su madre, mientras su padre, ayudado por unos amigos argentinos, tramitaba el asilo en la embajada holandesa. Esmeralda había llegado a Holanda el mismo día de su primera menstruación y aún guardaba entre sus tesoros aquel calzón manchado de sangre.

- Después ya todo quedó clarito conmigo: ni chilena, ni holandesa, ni nada. Eso es lo que me ha tocado ser: nada. Quiero decir para los demás. ¿Qué es usted? Holandesa, ¡peruana!, ¡china! Yo nada, para los demás, nada. Para mí misma, todo. Lo poco o lo mucho. Para los demás, nada, para mí misma, todo.

Obligada a asistir a la escuela, buscó la amistad de los más duros y pronto comenzó a fumar hashís antes de entrar a clases, a las ocho de la mañana, a vivir interminables tardes de tedio en algún departamento sin padres y muchos videos, a disfrutar del asedio de los muchachos negros y árabes que le juraban que no atentarían contra su virginidad si les ofrecía sus pechos para un frotamiento seboso y apurado.

Su padre intentaba por todos los medios, desde las amenazas hasta el soborno, mantenerla en el redil de la familia y el exilio chilenos. A cambio de pasar de curso conoció París a los quince años y luego se le prometió un pasaje a Chile, si dejaba de doparse y “de andar por ahí con negros”, pero esta vez el esfuerzo familiar resultó inútil: Esmeralda prefería la transgresión inmediata, el gozo en descampado, a la idea de unas vacaciones en el reino de su infancia.

- Además, ¿qué era eso de Chile? Ver a mi abuelita, pero no era verdad, después la trajeron a Holanda y la vi igual. ¿Ir a La Serena? Muy bonito, un mes. ¿Y después? Desgarrarse de nuevo, salir pitando otra vez. ¡Volver a Holanda! No, no, yo mucho mejor con mis negros y mis marrocos y mis holandesas perdidas. ¡Enfermas de perdidas! Elegí la vida real ¿me entiendes? Durita, pero real.

- Seguramente por ahí conociste a Jos.

- No, a Jos la conocí después. En otra etapa, después.

- Me acuerdo cuando estaba en la casa de tus viejos en el Bijlmer y ustedes dos llegaron, Jos y tú, y quedó la cagada. No sé qué crestas estábamos haciendo en la casa de tus viejos, ¿tú te acuerdas? Estaba Zambrano también. Ustedes dos parecían fantasmas y tu mamá se puso a llorar cuando te vio.

- Creo que era el cumpleaños de mi papá. ¿Tú estabas ahí? Júralo. Yo me acuerdo que no quería ir, estaba peleada con mi viejo, pero la Jos me dijo “pónete algo bonito y vamos, para que te arregles con tu papá” y yo me dejé llevar y fui.

- Nos echaron a patadas.

- ¡Fue maravilloso! La cagada. A veces hablo por teléfono con mi mami, pero se pone a llorar altiro y no sé, yo mejor corto. Para ella yo, no sé, yo soy nada. ¿Me entiendes lo que te quiero decir? ¿Te das cuenta? La cagada.

Mucho antes de eso, un día la rebelde Esmeralda escuchó una cinta de Violeta Parra y le contaron que después de haber tenido varios hijos, de haber hecho canciones tan bellas como las grabadas en la cinta, después de haber estado en París y tener amores con un charanguista, esa mujer se había pegado un tiro en la boca, en una carpa que tenía para dar espectáculos en Santiago. Hasta entonces Esmeralda sólo conocía las tragedias de mujeres como Marilyn Monroe y Janis Joplin, y nunca se hubiera atrevido a pensar que una chilena estuviera a la misma altura. Se llevó la cinta para su dormitorio y estuvo escuchando “Según el favor del viento”, “Run Rún del angelito” y “Maldigo del alto cielo” durante horas, llorando a moco tendido.

- Esa mujer me hablaba a mí, Ramón, derechamente. Con esa voz fea, linda a fuerza de fea, pura emoción. ¡Esa mujer me hablaba desde el fondo de la tierra! Me quedó la cagá.

En sólo cuatro meses Esmeralda aprendió a tocar la guitarra y comenzó a cantar. Su padre, desconcertado, esperó un poco, pero ápenas comprobó que la niña ya podía entonar con voz firme una decena de canciones le arregló una actuación en una peña folclórica de las que se organizaban habitualmente para recolectar fondos para el Partido. “Mi hija está de vuelta con nosotros”, les dijo a sus compañeros.

Vestida como una campesina chilota, Esmeralda debutó en el estrecho escenario del Centro Salvador Allende de Rotterdam con una sentida interpretación de “Según el favor del viento”. Los aplausos y comentarios sobre su desplante y bonito timbre de voz la envolvieron como una bandera, chilena , y entre las familias de connacionales, a través de toda Holanda, se esparció la noticia de que en Rotterdam había nacido una estrella: Esmeralda Chandía.

- No veas la que se armó. Recorrí toda Holanda de manifestación en manifestación, con la guitarra al hombro. Yo creo que con todas las canciones que canté, no sé, en tres años, se habrán recolectado unos cien mil florines. Para la lucha antifascista. Los hacía llorar con “Te recuerdo Amanda” y los hacía reír con una cueca. No me lo pasaba mal, te diré.

- Espérame un minuto, voy al baño.

Las cosas comenzaron a cambiar cuando el amor tocó las puertas de su corazón. El elegido se llamaba Alfonso Moreno, guitarrista eximio, chileno de un barrio combativo de Santiago, casado y padre de dos niñas menores de ocho años. Alfonso había estado preso en el norte de Chile durante seis años antes de conseguir asilo en Holanda y su esposa, una rubia de ascendencia croata y sonrisa mustia, era conocida en la comunidad del exilio como una depresiva sin remedio. Unos decían que su mal se debía a las penas sufridas en Chile, otros le recomendaban terapias, incluso corrían rumores de que mientras Alfonso estuvo preso se enamoró de otro, al que nunca pudo olvidar.

Alfonso y Esmeralda formaron una pareja musical que al poco tiempo se consolidó también como pareja sentimental. “Los artistas son así”, fue la sentencia de los ancianos de la tribu del exilio, y los dejaron en paz. La esposa de Alfonso intentó volver a Chile, pero cuando entendió que tendría que hacerlo sin sus hijas, desistió del viaje con una docilidad que daba lástima. Una semana más tarde llevó a las niñas a la escuela, hizo una generosa compra en el supermercado, pasó la aspiradora por todas las habitaciones, se vistió con esmero y salió del departamento por el balcón, en un salto que nadie vio. Vivían en un onceavo piso, en Zwolle.

- Con Alfonso conocí muchas cosas, muchas, cada vez que lo pienso. Mandó a las niñitas a Chile y estuvimos viviendo juntos un tiempo. Pero dormíamos encima de la tumba de su señora, como quien dice. Alfonso quería a esa mujer mucho más de lo que él mismo era capaz de reconocer. Pobre gallo, comenzó a perder toda su gracia. Le dio por la coca y comenzó, fíjate, a echarme a mí la culpa de su desgracia. Un día me soltó un cachuchazo, medio de repente, por nada, por quítame estas pajas. Claro que yo le rompí una guitarra en la cabeza y todavía le di un par de palos de postre, con el mango quebrado, por insolente, pero como comprenderás así no puede andar una con un hombre por la vida, aunque haya sido tu primer amor.

- Te separaste de él, claro.

- Más o menos.

- ¿Y seguiste cantando?

- Más o menos, menos, poco. Es que me di cuenta de que se estaban aprovechando. Es que yo tenía que estar en todas, pero en todas, con lluvia o hiciera calor, ahí la Esmeralda Chandía, con su guitarra. Todos sabían que yo lo estaba pasando fatal con Alfonso pero salvo alguna señora comprensiva, nadie me preguntó nada, nunca. Incluso tenía que pelear para que me pasaran algo de la plata que se ganaba con mis actuaciones. Alfonso dejó de tocar y seguí un tiempo sola, o con otra gente que me acompañaba. ¿Un poquito de plata para mí? La ley del exilio era que todas las ganancias eran para la causa. Yo no sé si fue verdad, pero me contaron que un compañero le compró bicicletas a sus hijos con la plata que se ganaba con mis actuaciones. Escuché cosas peores, pero no me pidas que te las cuente.

- No, no me las cuentes.

- Cuando les dije que la cortaran conmigo, que me dejaran tranquila, quedó la escoba. Fue vergonzoso. Yo solamente les estaba pidiendo algo así como vacaciones, no salir a cantar por unos meses, pero claro, con cada actuación mía que fallaba, menos florines para la causa. Me trataron de arrogante, traidora, me acusaron, óyeme bien, ¡de usar a Chile para hacerme famosa! Alfonso, mariconcito él, echó a correr la bola de que lo engañaba con no sé quién, un amigo de Senegal, creo, y todos felices, miren a la loca esa, la niñita Chandía, no quiere cantar y más encima engaña a este pobre hombre que tanto la necesita.

- Me están dando náuseas, Esmeralda, ¿podrías resumir un poco?

- Que los mandé a todos a la concha de su madre.

- Dijo la princesa. Claro como el agua.

Ya era de noche y caminaron en silencio. Amsterdam estaba hundida en una bruma azulina, somnolienta. Ramón pensaba en lo que le había contado de sí mismo a Esmeralda, esos fragmentos bien seleccionados de su infancia, de sus años en Holanda, la historia tierna de la primera vez que subió a un caballo, en el campo, su miedo y fascinación ante la docilidad de ese animal enorme. Ni una palabra sobre Elena. Ni media palabra sobre Sara y Eduardo.

En la esquina de Herengracht y Brouwergracht, donde confluyen varios canales y la brisa lleva y trae el rumor de la ciudad, se detuvieron a compartir un cigarrillo. “Parecemos unos turistas un poquito güevones”, murmuró Esmeralda. En un bote casa se encendió una luz y el reflejo cayó sobre una pareja de patos remolones. “¿Te cae mal, parecer turista?”. Ella le alargó el cigarrillo. “No”. Ramón asintió largamente, inclinado sobre la delgada barrera de hierro. “Se va a poner a llover”, dijo Esmeralda. “Y eso que en la mañana brillaba el sol”, respondió. “Por suerte no hace frío” agregó Esmeralda. “Esa es la gracia”, respondió hundiéndose lenta, suavemente, en una condición incierta, de pato que desaparece entre las sombras del agua sucia, de hombre que chupa la colilla de un cigarrillo y la arroja al agua como una pequeña basura.

Despertó como nunca había despertado en su cama, desnudo, atravesado sobre las sábanas, en la luz de la media mañana. Permaneció quieto un rato, respirando con cuidado, hasta reconocer el aroma desconcertante que llegaba desde la sala y la cocina. Se irguió con dificultad, semi anestesiado por el sueño. “Es pan” se dijo: “huele a pan amasado”.

La vio desde el umbral del dormitorio, recién bañada, descalza, poniendo una panera rebosante sobre la mesa.

- Buenos diiias – saludó aflautando cómicamente la i –. Vístase un poco, tengo listo el desayuno.

Esmeralda dividió un pan en dos, olió la masa vaporosa, le puso mantequilla a un trozo y se lo llevó a la boca.

- Nunca imaginé que se pudiera hacer pan amasado en esta casa – dijo Ramón, oliendo un trozo tal como había hecho ella.

Esmeralda le tocó los pies con los suyos, por debajo de la mesa.

- Estaba todo en la cocina – dijo aniñando la voz -, incluso la levadura. Igual si no podía hacer pan hubiera hecho tortillas, pero encontré todo en el cajón.

Ramón no recordaba haber comprado nunca levadura, la imaginó amasando en calzones mientras él dormía.

- ¿Vamos a Italia? ¿Esmeralda?

Su rostro perdió frescura y levantó la taza para ocultarse bebiendo un sorbo de té.

- No sé... – balbuceó – No me gusta mucho hacer planes.

- ¿No te gusta? ¿Hacer planes? ¿Porqué no?

- No sé. Ya tengo de sobra con llegar a la noche. Me carga hacer planes, Ramón, no sé porqué pero me carga.

Ramón recordó su figura en la puerta del departamento el día anterior y su rostro iluminado por la ternura en la estación de Rotterdam, acariciando la cabeza del perrito que los vagabundos querían venderle. Comprendió, creyó comprender que no la vería nunca más, que desaparecería tal como había llegado y que debía dejarla partir sin reproches. La oyó decir:

- ¿Porqué te pones triste? ¿Para qué?

- ¿Triste? ¿Yo? Ya, es que no sé, pienso ir a Italia cuando termine la traducción y pensé que tú, como te decía... En fin. Nada.

- Gracias de todas maneras, por la invitación.

Terminaron el desayuno en silencio y ella dijo “me voy a vestir”. En el suelo había un reflejo torcido de la ventana y Ramón dejó reposar la mirada en él, oyó voces infantiles en la calle o el patio. “¿Pero qué más quieres?” se dijo sopesando en la mano un pan horneado por Esmeralda.

Encajó el cassete en el tocacintas, probó la carga de la batería haciéndolo avanzar un poco, metió el aparato en la bolsa y se colgó los auriculares al cuello.

- Estamos. Lista.

Se abrazaron estrechamente. Esmeralda separó su rostro sin deshacer el abrazo y le rozó la nariz con la suya.

- Nomar, Nomar.

- ¿No mar? ¿Qué?

- Así te llamas en realidad: Nomar.

- ¿Me estás inventando un apodo?

- De invento no tiene nada. Es lo mismo que Ramón pero al revés. Es lo mismo que tú.

- Nomar... mira tú, Nomar Nomar.

Esmeralda abrió la puerta, recibió el beso en los labios, retrocedió un paso, se puso los auriculares en las orejas y sonrió igual que cuando había llegado.

- Cúidese, amorcito.

Y le dio la espalda para bajar las escaleras.