Escribo aquí que escribía en otro tiempo, algo que no recuerdo, un agujero negro: esta novela es un libro sobre la errancia, sobre la errancia en torno a la memoria. Un hombre, Waldo Pereira, transita – o se reparte a sí mismo – entre diversas ciudades y países con el desasosiego de alguien que huye de algo y a la vez intenta aproximarse a lo mismo de algo. Sabemos de este periplo, narrado en primera persona, por la escritura de unos cuadernos (diecinueve, se sabe al final de la novela) cuyo contenido conforma el relato de las páginas que leemos.
Se trata, entonces, de una escritura fragmentaria, entrecortada, que rearma las piezas dispersas de un personaje desdoblado de sí mismo: (…) repaso recuerdos que luego escribo como si oyera un dictado. Desmembrado entre Concepción, Ámsterdam, Tenerife, Bruselas, Barcelona, y Santiago, en varias idas y vueltas, precisa entender la distancia, su propia distancia respecto de los acontecimientos (Verme así, incluido, formando parte de situaciones de las que solo recuerdo la superficie, escribe el narrador). Las ciudades, las más de las veces, son también mujeres: Teresa y Karilé de Lituania en Barcelona, Mónica en Ámsterdam, Mónica que une dolorosamente Chile y Ámsterdam y cuyo abandono desata el desvarío de Waldo Pereira; por último, Louise, que por razones laborales y sin mediar relación afectiva alguna, le cede la nacionalidad belga a través del matrimonio. Durante este encuentro azaroso con Louise en un barco hacia Tenerife, que llevará al narrador a adquirir una nacionalidad prestada, Waldo Pereira se torna, del mismo modo fortuito, un profesional de la fotografía.
Ambos términos, fotógrafo y belga, cualidades adquiridas en el avatar de las circunstancias, conforman la ironía del título de esta novela. Toda definición identitaria es, a partir de allí, irrisoria. Algo de él vigilaba los movimientos de los otros que eran también él mismo (…) como un faro al centro de la multiplicación de hombres que podía identificar como Waldo Pereira. Los lugares y esta multiplicación del propio narrador en varios, aparecen como desprendibles e intercambiables, sin asidero alguno. Ni su trabajo como asistente con un fotógrafo de renombre en Ámsterdam, ni su propio éxito en el ámbito del mercado del arte en Barcelona conseguirán convencerlo de su consistencia. La vacuidad que lo habita y que él arrastra de un sitio a otro no logra ser engañada. Desde esta perspectiva, no es azaroso que el narrador contemple el mundo parapetado tras el visor de una cámara fotográfica.
En un relato que parece construido a semejanza de los canales circulares, concéntricos de Ámsterdam, ciudad que media en el relato entre las otras, el fotógrafo pregunta por sí mismo mientras se acerca y se aleja de lo que constituye el epicentro de su temblor: la ciudad de Concepción y la locura de la madre. Todo sucede como si aquel gran olvido, doble olvido – el abandono por parte de la madre en su propia locura, y el borramiento de aquel lugar por el narrador – fuera el resorte de la vagancia fuera de sí, desenfocado, hacia lugares cada vez más distantes en el mapa.
Este movimiento concéntrico del relato, que anuda y suelta las remembranzas de Waldo Pereira en ondas sucesivas, entre Europa y Sudamérica, es simultáneamente cortado por un itinerario en línea recta, y por un continente otro: las ciudades y los pueblos del desierto marroquí donde se interna el fotógrafo belga, desde los cuales escribe sus cuadernos (bombas feroces, con sus tapas escolares en reposo, escribe el narrador) y donde, finalmente, hará abandono de su cámara (y de su cuerpo).
Una de las tramas que subyace al relato de El fotógrafo belga es el grito de ¡asesino! que aparece, no más de dos veces, pero queda resonando a lo largo de la novela. Resuena, claro, para nosotros chilenos. Pero lo interesante es que no emerge de un ámbito conocido, ligado a nuestros avatares históricos – aunque le hace eco –, sino que es proferido por la madre loca, en momentos que se desata su locura, y lanzado, este grito, en dirección al padre. Si bien los hechos son explicitados a medias en el relato (no pueden sino ser verdades a medias por las así llamadas mentiras piadosas del ambiente familiar chileno), hay un asesino y hay un hombre muerto que vaga junto al fotógrafo belga en sus travesías y que, a ratos, se interpone en sus movimientos. Así Piotr, el cafiche de Karilé de Lituania, cuya navaja amenaza intermitentemente el imaginario del fotógrafo belga. Así las lecturas de Mónica, la amante que abandona a Waldo Pereira en Ámsterdam para regresar a Chile (reiterando la antigua herida de la ausencia materna), y el culto que Mónica le profesa a Jean Genet, culto que, por desazón, llevará a Waldo Pereira a emprender el viaje a Marruecos siguiendo la pista de los últimos años de vida de este escritor y su tumba en el pueblo de Larache, diciéndose a sí mismo que para Mónica, él, Waldo, no era más que una anécdota: los muertos eran los verdaderos hombres. Así, finalmente, en el último desplazamiento del narrador hacia los confines del mapa y de su propia subjetividad, la imperiosa necesidad del fotógrafo belga de conocer el rostro de un renombrado asesino de la zona. Pero, por sobre todo, gira la imagen de un asesino en la inevitable pulsión de Waldo Pereira por levantar la cámara fotográfica frente a un objeto, encuadrarlo mediante el visor y disparar la toma. Algo de él de era una cámara fotográfica, recién cargada con un rollo de 125 ASA.
Es la temática del forastero que más me une a esta novela de Ricardo Cuadros, y su condensación en lo que llamaría “las páginas del desierto”. Larache, Marraquesh, Zagora, las montañas del Gran Atlas, Tamegrout, Tangounit, M’Hamid son los nombres del presente que acontece en la novela y en cuya estancia la palabra se vuelve más poderosa. Palabras piedras, un firmamento de piedras arrojadas por hondas, silbando por el aire, escribe Ricardo Cuadros.
La radical extrañeza que adviene en el narrador a medida que su recorrido se comprime, ya no solo en su calidad de extranjero – una categoría asimilable para los lugareños del desierto y, en definitiva, para el propio Waldo Pereira, que se ha construido a sí mismo en esa extranjería–, sino ajeno, venido de ninguna parte y sin asiento, lo vuelve a ubicar frente al lugar de partida, el mismo y otro lugar de inicio, el manicomio de Tamegrout, un monasterio en este pueblo del desierto donde dejan libres a los locos. Frente a este depósito de ojos desorbitados y mensajes negros, que el fotógrafo no fotografía, Waldo Pereira se sabe de retorno al espacio materno. Cede la cámara fotográfica a cambio de ser transportado en camión Sahara adentro, hacia M’Hamid, allí donde terminan los caminos.
Estas páginas del desierto hacen visible otro transcurso: son el término de una errancia que ha puesto a prueba distintos modos de ser foráneo así como distintas formas de hospitalidad y hostilidad. Más allá del relato, es esta trama que cada ciudad pone en escena y detrás de los numerosos episodios, son estas condiciones que ensaya el fotógrafo belga. Así los viajes y las mudanzas del fotógrafo, en que se alternan las figuras del emigrado, del turista, del profesional en misión, del prestigioso artista extranjero, del auto-desterrado, del hijo pródigo, del allegado, del paria y, finalmente, del vagabundo, para quien solo el respeto por lo que él llama el ocio sagrado de los mendigos le impide traspasar el umbral y convertirse en uno de ellos.
Es este vagabundo que va cayendo por los pueblos y las páginas del desierto, por un Sur que no es el suyo, por una lengua que tampoco le es propia, donde sin embargo parece posible arrimarse, con las arenas del desierto a (su) alrededor como una placenta. Es en este estado que, irónicamente, es alcanzado por un ademán que le fuera familiar: un turista toma una fotografía de Waldo Pereira tumbado en la tierra a la sombra de unos palmares. No solo espejea de este modo la posición que Waldo Pereira había adoptado como estrategia de sobrevivencia (sobrevivencia material y psíquica), sino que, confundiéndolo con un lugareño, el turista lo incorpora a una tarjeta postal que fija las identidades, concediéndole, irónicamente, un suelo, una pertenencia.
Finalmente, es frente a este manicomio de confines del mundo, el manicomio de Tamegrout – que Waldo Pereira de algún modo custodia durmiendo a ras de la tierra y en su perímetro, pero sin nunca decidirse a ingresar en él – que el fotógrafo belga se percibirá atravesado, cogido por una encrucijada que pulsa sus movimientos. Escribe: (…) el mundo está hecho de una materia mucho más sutil que el adobe y el cemento, una especie de acero intangible. Por ejemplo, entre este lugar machacado por el sol y Concepción, Chile, hay apenas un pestañeo de distancia. Entre el patio del monasterio musulmán y la casa de mis padres estoy yo mismo, y el acero intangible comunica los dos lugares reduciendo miles de kilómetros a cero, a nada más que mi cuerpo sudoroso. Entre la palabra acero y la expresión a cero media solo un espacio entre las letras sobre el papel, pero es el cuerpo exhausto del fotógrafo belga que ocupa este hiato. Y es sobre este intervalo que trata la novela de Ricardo Cuadros, quien escribe acerca de un hombre escribiendo a propósito de un hombre que escribe.
Guadalupe Santa Cruz.