Cuando Ricardo Cuadros me pidió una introducción para la presentación en Amsterdam de su novela El fotógrafo belga, mi primera reacción fue, naturalmente, la de sentirme honrada y agradecida por el ofrecimiento, en primer lugar, por la amistad que nos une, en segundo lugar, porque lo admiro mucho como escritor y, tercero, porque, aunque yo no había leído antes el libro, sí seguí, más o menos de cerca, parte de su gestación, hasta su publicación. Largo y duro embarazo, aunque feliz parto, como suele pasar con este tipo de ´hijos´. El fotógrafo belga vio la luz, con muy buen recibimiento, en una preciosa edición, cuya portada lleva una fotografía realizada por el propio Ricardo Cuadros, y llegó a mis manos, por primera vez, en un calurosísimo mes de julio de 2007, mientras me hallaba de veraneo en Granada.
Y así, feliz por el regalo, entre calores y golpes de abanico, me sumergí con avidez en la lectura de El fotógrafo. Sin embargo, conforme avanzaba por sus páginas, se me iba arrugando el ceño porque, o el calor me relajaba demasiado el entendimiento o la obra de Ricardo era aguas bravas y su protagonista, Waldo Pereira, náufrago sin solución de dichas aguas, era un tipo que de haber sido real yo hubiera preferido que no se cruzara por mi camino. Y es que ese era, empecé a sospechar pronto, la piedra de toque: si Waldo me disgustaba más de la cuenta, o si las aguas de la novela me llegaban a traspasar a veces, era porque me retumbaban en algunos de los oscuros pozos que todos llevamos dentro.
En cualquier caso - y lo seguía yo achacando al hecho de que demasiadas dosis de reflexión con tintes de existencialismo y otras transcendencias de la vida no casan bien con el ambiente veraniego ni los extremos calores andaluces -, concluí que al fotógrafo había que bebérselo, como cualquier licor de alta graduación, en pequeños sorbos. Y es que - si partimos de la clasificación de los géneros literarios que hacía el escritor gaditano Fernando Quiñones (la novela es whisky con hielo y agua, el cuento: whisky con hielo y la poesía whisky solo), el libro de Ricardo Cuadros era sin duda alguna - debido tal vez también a su marcado tono poético - whisky puro.
Decidí, por tanto, degustar el libro en prudentes sorbitos - alternándolo con licores más ligeros y aptos para el verano – y me paseaba con él por todos sitios, por si me entraba la urgente necesidad de echar un trago. Y así fui yo a dar con El fotógrafo belga a la piscina municipal de mi pueblo granadino, donde, en desigual cuarteto, nos hallábamos una tarde mi hermana y su ligue, el fotógrafo y yo. Y al ver a éste en la estera, entre las cremas bronceadoras, y a mí afanarme, muy concentrada, en él, me preguntaron: "¿De qué va?" Entonces les hablé de Ricardo Cuadros - un buen escritor chileno muy amigo mío - y les mostré su foto de la solapa. Y empecé a contarles sobre un viaje a Amsterdam, un viaje a Marruecos, una estancia en Barcelona... y les hablé de fotografías compuestas con bellísimas palabras, con retazos de luz y vómitos de oscuridad; y les hablé de amantes, de cartas y de un diario desgarrado que a mí me multiplicaba los sudores veraniegos y que, en aquel espacio, era como un profundo agujero negro excavado en el verde césped que rodeaba la piscina. Siguieron ellos en lo suyo, y yo - a falta de otro más físico - seguí con mi compañero ficticio y a la vez tan brutalmente real y cercano y me hundí con él, no en las aguas azules de la piscina, sino en el polvo de un pueblo marroquí donde Waldo Pereira hace un último intento de reconciliación con su propia vida.
Hay, naturalmente, muchos elementos por los que la obra de Cuadros, a pesar de lo oscuro, invita a entregarse a su lectura. Uno de ellos es, sin duda, la poesía que rebosa su prosa, alternada sabiamente con un lenguaje cotidiano. Otra razón son los avatares mismos de la vida y los viajes del protagonista, que presentados mediante frecuentes flash-backs y una estructura fragmentada - que podría remitirnos, por ejemplo, al cine o a la escritura de Julio Cortázar - mantienen la tensión novelesca y nuestra curiosidad hasta las últimas páginas.
Y es que Cuadros consigue que el lector se deje llevar y confundir por un entramado de laberintos y espejos, y por el juego entre la realidad y el sueño, entre lo que parece y lo que podría ser la locura y la cordura, aI mejor estilo barroco. Tanto, que a mí, en muchos aspectos me hace pensar en el Don Quijote de Cervantes. Aunque esto último pueda responder a eso de que las fuentes de una obra literaria no solo las pone el autor, sino también los lectores, a mi modo de ver, el guiño a Cervantes se encuentra en varios elementos de El fotógrafo belga. Uno de ellos es la propia metaliteratura: tal como el narrador de Don Quijote, el de la novela de Ricardo Cuadros afirma estar transcribiendo unos cuadernos que dejó el fotógrafo, que él simplemente ha recopilado, adecentado y puesto en conocimiento de los lectores. De este modo, Cuadros enlaza con un recurso que encuentra excelentes ejemplos en la tradición literaria hispánica.
Otro rasgo de El fotógrafa belga que me remite a la de mi paisano castellano, es el juego con la identidad de los personajes literarios. Empezado por el propio fotógrafo, que, dicho sea de paso, lo único que tiene de belga es el pasaporte; siguiendo con sus novias, como la chilena que conoce en Amsterdam, de quien lo único que sabemos es que se inventa a sí misma y se desmiente según le place o el misterioso escritor francés Jean Genet, motor inicial del viaje de Pereira a los pueblos perdidos de Marruecos donde terminará sus días. La mayoría de los personajes se inventan su propio yo, según la necesidad y el momento, pero también, sobre todo en el caso del protagonista, su halo de misterio es alimentado por aquellos que se han cruzado con él en algún momento de la novela. Dice por ejemplo su amigo Pecos del Perú, que anda en su búsqueda por el sur de Marruecos:
"Cuando mencioné el nombre de Waldo Pereira, los hombres y muchachos desataron su capacidad de fabulación y en pocas horas de amena conversa Waldo fue un médico que murió de agotamiento, un dibujante que visita M'Hamid todos los años, un guía de turistas con oficina en Agadir, un sabio que vive de incógnito en M'Hamid el Bali".
De este modo, Pereira no solo nos ofrece en estos cuadernos retazos de su extraña vida y de su igualmente misterioso pasado, sino que al final se convierte en personaje de ficción: fabulación o especie de leyenda popular, oral, para aquellos que lo conocieron - o no, y se lo inventan - y fabulación literaria debido a esos cuadernos, páginas que, como a Don Quijote, terminan inmortalizándolo.
Pero Waldo Pereira no es el caballero Don Quijote, aunque como él ande errante por diversas geografías. Pereira no es un caballero sino más bien un antihéroe que, a mi juicio, se mueve entre el antihéroe picaresco y el romántico. Como los protagonistas de una novela picaresca, Waldo tiene que hacer, en la mayor parte de la obra, todo lo posible para sobrevivir. Esta supervivencia es fisiológica, consiste en cubrir las necesidades básicas de pan y techo, pero también es emocional, y es aquí donde se aparta de la picaresca para acercarse a la novela psicológica, incluso a la bildungsroman o novela de formación.
Waldo vive huyendo, física y psíquicamente, huyendo de los fantasmas de su pasado que lo acosan constantemente, en especial el espectro de una familia destrozada por la locura de la madre, cuya imagen va grabada fuertemente en su memoria. Pereira es un antihéroe cercano al romántico, en este sentido, aun cuando no sea un idealista. Huye de sí mismo, de su mundo, aunque no siempre sea consciente de ello (de ahí su diferencia con eI romántico) y finalmente encuentra la paz (o algo parecido) y se encuentra a sí mismo (convertido ya en fotografía velada, absorbido por la oscuridad) en la vida sencilla de un pueblo perdido en el sur marroquí, cerca de la frontera con Argelia. Fotografía movida él mismo, siempre en fuga. De ello deja constancia su diario:
"Anoche tiré un rollo entero en la oscuridad de mi habitación y el fotómetro de la Nikon no sabía qué hacer, desesperado en busca de alguna brizna de luz para medirla. (...) Anoche en la oscuridad yo quería registrar las escenas que saltaban de mi cerebro al aire, esos fuegos artificiales, esos brochazos de mercurio (...) No me interesa seguir dando mordiscos a la luz, Mónica, lo que yo quisiera es mostrarte paisajes de lo oscuro."
El personaje creado por Cuadros es un antihéroe porque, aun cuando en algunas ocasiones la vida le pone las cosas en bandeja (éxito, dinero, amor), no es capaz de amoldarse a ellas; como si ser feliz le diera miedo. "La felicidad es un estado de ánimo evanescente – dirá -, una serie de imprevistos que dejan una huella que cuando uno intenta remontarla no lleva a ningún lugar feliz".
Tampoco es que rechace lo bueno que le ofrece la vida, simplemente lo toma y luego lo deja igual que le vino. Da la sensación de que para él todo es como llevar trajes prestados cuyas tallas no le vienen totalmente bien y, sobre todo, no son trajes que él ha elegido. Por eso no le cuesta trabajo desprenderse de ellos y seguir buscando los propios, volviendo a su pasado mediante la escritura. Sin embargo, descubrirá que aquellos viejos ropajes tampoco terminan de encajarle en el cuerpo, y mucho menos en el alma, porque se han convertido en trajes roídos por el tiempo y la miseria, o tienen demasiados lamparones, o se han apolillado o huelen insoportablemente a alcanfor.
Por eso termina, igualmente, desasiéndose de ellos para buscar la desnudez, no a través de la fotografía sino de la escritura. Si la fotografía es para Waldo Pereira una exploración en los otros, en el mundo exterior, una forma de fuga de sí mismo, a través de la escritura hará un viaje a lo más hondo de su ser, a las vísceras de su propia alma. Podría decirse que sus diecinueve diarios componen un dantesco viaje al infierno interior de un hombre. Un infierno que gracias a la tranquilidad y soledad que le ofrecen los pueblos y paisajes de Marruecos consigue explorar con cierto distanciamiento, pero nada de piedad.
Waldo Pereira no hace este viaje solo. Mónica, su gran amor, aunque no está fisicamente con él, será su guía, su especial Beatriz, a la que le habla y le escribe postales que luego no envía. Será a ella a quien dedique sus diarios. Y es que, a pesar de la necesidad y el deseo de soledad y encuentro consigo mismo, apartado de todo, Waldo Pereira siente la urgencia de sentirse oído, apoyado y arropado por lo bueno que guarda en su memoria. Necesita reconciliarse con sus recuerdos y comprender la locura de su madre a través de la propia.
La lectura de este libro, aun cuando algunas de sus páginas produzcan vértigo, nos asoma a nuestro interior y nos devuelve un poco en paz con nosotros mismos, con el mundo, con la belleza, con las aguas azules y vibrantes de la piscina.
Eva Navarro.
Granada-Amsterdam, verano de 2007.