Artermio Echegoyen.
En el desierto puede brillar un diamante, y estar "en bruto". ¿Qué significa eso? Que deben ser pulidos. Esta novela tiene algo de eso, y es engañosa. Apenas el lector entiende de qué se trata, se ve seducido por un mundo semejante al del filme "El pasajero", de Antonioni, donde toda verdadera identidad es, para el protagonista, imposible o mortal.
En "El fotógrafo belga", el chileno Waldo Pereira se desvía de los itinerarios "favorables" que se abren frente a él, casi por azar: en Barcelona lo aguardan una mujer bella, Karilé de Lituania, modelo y semiputa, y una carrera artística, pero él, que rebota hacia Chile en busca simultánea de la madre y la mina que amó y ahora tiene un hijo de otro señor (otra, no Karilé), se devuelve a Europa sin llegar a ella: se va al norte de Marruecos con la idea falaz de fotografiar la tumba del dramaturgo francés y perdulario Jean Genet en el pueblo de Larache. Ahí comienza su extravío, simbolizado por el corredor que en el café Lixus desemboca a dos salones diferentes y paralelos.
En Ámsterdam se había enamorado de la chilena Mónica, pero ella se va de vuelta a su país. En Concepción, Pereira (que también regresó, dijimos) constata que su madre está perdida en la locura: es el desquiciamiento de Edipo. En Marruecos, después, él mismo irá perdiéndose día a día, acercándose a la tierra o a la arena. La idea es muy hermosa, pero Pereira, escribiendo a mano sus cuadernos mientras mira a los lugareños sin entenderlos del todo, habla de más. O escribe de más. Su voluntad de explicar las cosas que le pasan es evidente y es continua, sin cambios de ritmo, rasgo que trabaja contra la fluidez de la lectura, en favor de la peligrosa siesta. Explicar, no en el sentido ordenador de la acción general, sino la realidad física de cada pequeña anécdota.
Tal vez sea más adecuado decir: describe excesivamente, incluso sus sentimientos o la idea de sus sentimientos. Algo que no parece propio de un hombre que deambula "porque sí", con una nacionalidad "regalada" (el pasaporte belga), que abandona el oficio (de fotógrafo) que ha ejercido sin real convencimiento, que se deja conducir por la realidad externa hacia la degradación aparente y, sin duda, la muerte final. Pero la novela nos llama igual, pues pese a todo tiene un moroso magnetismo: hay que asaltarla varias veces y saber detectar su belleza en medio de la inverosímil conciencia de Pereira. Puede ser "seminal", que dicen los gringos. En serio. Y que Cuadros apriete su tuerca un poco más: valdrá la pena.
Artemio Echegoyen.