Carlos Labbé
Digamos que hay un personaje que desaparece en el desierto, que de él solo se conservan diecinueve cuadernos donde relata que era fotógrafo, que se dirigió al África del norte a buscar imágenes de la tumba de un escritor prestigioso, que su última foto se la tomó a un especie de profeta terrorista. El primer impulso sería buscar a este Waldo Pereira - que así se llama el personaje - en las fotos, mirar el ojo detrás del encuadre, quizás su propia cara y sus manos desaparecidas, antes y mejor que leerlo. Pero el mismo (seudo) editor que ha decidido ordenar estos cuadernos advierte que nadie ha podido encontrar esas fotografías ni sus negativos. ¿Cómo ver el cuerpo que aparece al centro de una imagen que se ha perdido, aunque -como señala el (seudo) editor de esta novela- el paisaje de fondo sigue ahí, intacto? Así comienza la lectura de El fotógrafo belga: así como se nos dice que hay una imagen, dos, diez, cientos de ellas, se nos niega la posibilidad de mirarlas. La única manera de verlas en conjunto, de encontrar la relación - el relato - que las une, es leyendo aquellas palabras que rodean estas imágenes. Los ojos y la lengua se confunden, se tropiezan, son lo mismo exclamación y sinopsis cuando uno revisa fotos acompañado o en soledad; hay que preguntarse qué pasa con la mirada que el paso del tiempo vacía, qué es la imagen si desaparece el objeto y el álbum se convierte en relato.
En una antigua polémica imaginada por Platón, cierto rey egipcio le reprocha a su dios Theuth el que haya inventado para los seres humanos la palabra escrita, porque escribiendo no miramos de frente nuestros recuerdos para encontrar en ellos la sabiduría - como quiso el dios -, sino que nos gusta deshabitarnos con sutileza narrativa de nuestras experiencias, olvidando - en la voz de otro personaje que recuerda - que la distancia que media entre la propia cara y el sonido del nombre de uno, entre ese sonido y la grafía de cómo nos llamamos, y entre esa palabra y una palabra ficticia que viene a reemplazarla en una novela, por ejemplo, nos separará de ese dolor o maravilla que nos obligó a confiar en una herramienta - el lápiz - y una superficie - el papel -, a la inversa del lector que comienza un buen libro con total indiferencia para terminar deseando que no se acaben sus páginas.
El fotógrafo belga retoma la antigua y contemporánea polémica sobre los límites del cuerpo humano, sobre las verdaderas dimensiones del alma en tiempos de correcciones, ortopedias y aparatos. Waldo Pereira solo puede abarcar su amor por Mónica cuando relata la particular posición de ella sobre el sillón en el momento que él le saca una foto; solo puede describir el fragor del verano santiaguino describiendo cómo le saca una foto a un grupo de perros callejeros que acechan a una perra en celo (y cómo la gente que pasa lo insulta escandalizada); solo puede completar la banalidad de sus fotos barcelonesas contando cómo la persona a la que está retratando habla y habla de sus propios sentimientos mientras posa: recurre a la prótesis del ojo - la lente fotográfica - para recuperar la prótesis de su memoria - la palabra escrita -; intenta luego deshacerse de estas prótesis para aislar su subjetividad, su dolor, su maravilla pero no lo logra. Cuando desaparecen las fotos es la mirada que está detrás la que desaparece. Él muere, pero los cuadernos con sus anotaciones íntimas se convierten en comunicación íntima, silenciosa y permanente, para negar con una novela su propia declaración de intenciones: "cualquier vecino puede ahorrarse la fatiga de la narración de sus recuerdos mediante un apretón de obturador y una pasada por la tienda a ordenar y recoger las copias. Después, el que mira las fotos se queda hablando solo".
Carlos Labbé.